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Bernardo Sánchez Salas

Material escolar

Una orquídea a la luz de la luna

El miércoles, en el Teatro Español (el de la Plaza de Santa Ana de Madrid y el teatro español en general), coincidieron espiritualmente y en un mismo escenario dos capillas ardientes, la de Marisa Paredes por la mañana y la de Max Estrella, que hasta la tarde del domingo 15 había presidido el coliseo. Ambas capillas hasta la bandera. Unidos los féretros, formaron ese día un arco muy grande del arte dramático en nuestra España, cuyos asuntos esenciales nos siguen resultando reconocibles en el solar que alumbrara Valle-Inclán en sus luces de la bohemia negra; resumido en el Madrid hambriento, absurdo, brillante y austriaco en que sintetizara el drama. Marisa Paredes había nacido en 1946, justo en la resaca de aquel Madrid. A mayor precisión, en la propia Plaza de Santa Ana, y por tanto, muy cerca del Callejón del Gato, el de los espejos deformantes, en el cual se sigue reflejando nuestra realidad, pertinazmente esperpéntica. Su madre, doña Petra, portera de una casa de la plaza, podía haber sido perfectamente vecina de Madame Collet y de Claudinita. O de la hija de la portera, que es otro personaje de la función, la que todos los días le pregunta al librero Zaratrusta si ha salido la última entrega de La hija del difunto, folletín. Y está, claro, la madre de esta chica, la portera titular, la señá Flora, asombrada –el día en que Max muere (o no, según el galeno alemán, que no encuentra corroboración científica de la defunción)– de lo que “representaba el finado”, pues en la calle “¡Hay bombines y javicques y un coche de galones!”. Como este miércoles ciudadanos de a pie, colegas, prensa, amigos y población de Santa Ana. No faltaría ni Basilio Soulinake, tomándose una doble en la Alemana. Y es que representaba mucho la Paredes. En los teatros, en las pantallas, en la memoria. Y pareció como que hubiera querido levantar acta de todo, o última voluntad, en los cuadros de las Luces de Bohemia que a lleno diario (de espectadores y emoción) han petado durante dos meses el aforo del Español, que es mucho teatro, pues se enclava en el kilómetro cero de muchas cosas: del teatro, de la Plaza, de Madrid y de España. El domingo había ido a ver la función. La última de Luces de Bohemia, que también resultó ser la última suya. En ella salía su hija, la hija de la hija de la portera. María Isasi, hija de Marisa y del director de cine Antonio-Isasi, es en este turno de Luces “la Pisabien”, otra del barrio, que en tiempos podía haberse cruzado con la señá Petra, su abuela real. Las acotaciones que Valle le dedicaba a Enriqueta “La Pisabien” la pintaban como: “una mozuela golfa, revenida de un ojo, periodista y florista, adornada de peines gitanos y materializada bajo la luz de un farol”. Seres, figuras, como la de Marisa Paredes son precisamente las que crecieron materializadas bajo los faroles, candilejas y focos de los escenarios. Yo, de hecho, hablando de alumbramientos, la primera vez que la vi sobre un escenario fue en 1988, en el María Guerrero –templo hermano–, en Orquídeas a la luz de la luna, en la que materializaba a otro ser creado por el haz de luz del cinema, a María Félix. Pero que también podía ser Norma Desmond. El domingo había acudido Marisa al cobijo de ese farol del Español, de la lámpara maravillosa de Valle y de Santa Ana: su patria. A ver a su hija. La Pisabien, por cierto, vendía también lotería: el número 5775, que igual a estas horas ya está tocando. Y estoy viendo el féretro de Max Estrella en la escena decimotercera de Luces. Y a una Compañía velando a Max Estrella y a la luminaria de la madre de la Pisabien. Marisa Paredes, ahora que la pienso, también hubiera sido una formidable Max Estrella: su cabellera larga y cenicienta, su sabiduría, su verbo, su fuerza, su modernidad, su cráneo privilegiado. Comenzaba Marisa ensayos de una nueva función. Trataba de ella misma, a través de los personajes que la habían conformado dentro y fuera de la escena. Se titulaba Cargada de futuro. Y así es como permanecerán su persona y profesión. Como una orquídea perenne, a la luz de la luna. De Lorca, de Valle, de Shakespeare…

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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