La juventud consiste en no saber cuánto de diferente eres o vas a ser de tus amigos. A corto o a medio plazo. Cubre la juventud ese periodo de fraternidad eufórica y como mágica, medio ciega también, a prueba de cualquier ingerencia del futuro. Se puede intentar prolongar esta fase, pero sólo lo han conseguido los de The Big-Bang Theory, que es sólo una serie de televisión (y ellos una comuna de ‘niños perdidos’). Aún así, en sus tramas se deslizan los celillos departamentales, el orgullo de los respectivos doctorados y la rivalidad de los respectivos proyectos científicos. En algún momento de una carrera universitaria, entre clase y clase, en la cafetería, en las huelgas, en las copas, en la biblioteca, en algún despacho, en el piso o en el colegio mayor, siempre acaba cuajando una célula de tres o cuatro amigos, brillantes; deslumbrantes, incluso. Cada cual tiene sus lecturas, su forma de vestir, su grado de ingenio, su erótica, su bebida preferida, su tipo de gafapasta, sus orígenes familiares y su clase social. Quien menos, ha sido delegado de clase. Y dejando a un lado -por el momento- matices ideológicos o hasta una promoción de diferencia convergen sin fisuras en que sí se puede. Que sí se pueden cambiar las cosas aplicando la bibliografía de última hora o elevando la novatada a categoría de red social. Es más fácil lo segundo que lo primero: hackear el internet de la Universidad de Harvard para exponer las fotografías de las chicas de tu clase y acabar inventando Facebook, por ejemplo, que cambiar una política de alquileres en la vida real. Es más, cualquier movimiento de cara a cambiar cosas en la vida real depende ahora mismo de quedadas por Facebook. O por Instagram o por WhatsApp; pero que da igual porque también son Facebook; porque Facebook los compró ya hace años. Y todo es Mark Zuckerberg, porque como se decía en la película Los inmortales antes de cada duelo: «sólo puede quedar uno». Esto le sucedió a Facebook hace años y le ha sucedido ahora a Podemos. Un fenómeno que también conocemos por la disolución de los grupos musicales, ejemplo clásico de la frágil convivencia de intereses musicales que –una vez malditos por el éxito- acabarán demostrándose distintos, cuando no opuestos, en estilo y cotización. Sucede que con el paso del tiempo –no mucho, no es el de los inmortales- y el efecto de otros acelerantes –el subidón hasta niveles preocupantes de la cota de ambición personal, el engrosamiento de algún rencor sebáceo, otras lecturas distintas (el periódico, sin ir más lejos), los cantos de sirena y el mercado–, pues arreciando todas estas fatalidades, aquel estado de gracia de la estudiantina queda pulverizado, el cristal de la orla de graduación rajado de parte a parte y el enamoramiento reabsorbido. Y entonces, aquellos matices sin importancia se revelan insalvables; una promoción de diferencia se convierte en una brecha del tamaño de la falla de San Andrés; corres a buscar fuera del grupo postores para tus ideas y se impone una atmosfera de primarias en todos los aspectos de la relación. Aflora, en fin, el drama. Y la guerra de patentes. Y la desconfianza mutua, y las sospechas de que en realidad nunca se remó en la misma dirección o de que no todos interpretaron la bibliografía en el mismo sentido. Y te pones a buscar dónde formar otra familia. O ser acogido en otra ya pre-existente. Lo principal es no convertirse en niño perdido. O perdedor. La hermandad estelar formada en 2014 por Errejón, Iglesias, Monedero y Echenique me recuerdan en episodios y accidentes a la sociedad de Zuckerberg, Saverin, Moskovitz y Hughes. Disuelta al poco. Por motivos no del todo declarados. Pero evidentes. Desplazándose el foco de la leyenda sobre los logros de su empresa al morbo de las causas de su separación irreversible. El final de la juventud es eso: la falta de quorum acerca de quién, porqué y por cuánto se levantó el primero de la mesa redonda y aparentemente inquebrantable del gaudeamus igitur. Es el precio inevitable de pasar de ser camaradas a ser socios; y a detentar y dividirse responsabilidades y negociados. Y egos. Pero como además «sólo puede quedar uno», el duelo Zuckerberg-Saverín sería aquí el de Iglesias-Errejón. Se juegan ambos la inmortalidad en el relato de Podemos, y cuál de ellos será el legítimo spin-off de la formación y de su legado. Errejón lo intenta en el nuevo producto Más Madrid. En The Big-Bang sólo lo ha obtenido Sheldon Cooper, celoso –precisamente- de que nadie ocupe su lugar en el sillón, donde cenan y juegan sin interrupción desde primero de carrera. Pasa hasta en las mejores familias: el hermano mayor –coleta de casta MacLeod- está centrado en la paternidad y el pequeño –figurín de primero de la clase- todavía explora nuevas filiaciones.