Hay un plano de El espíritu de la colmena (1973) que presiento se encuentra en la recámara de esta historia y de nuestra intrahistoria, mientras dure nuestra intrahistoria. Alejandro Amenábar nació a la vida en 1972, cuando se estaba preparando El espíritu de la colmena; y al cine, al que sería su cine, cuando, de muy joven, vio la mítica película de Víctor Erice, que trata del nacimiento al cine y del vaciado personal y nacional producido por la guerra civil española. El joven y ávido espectador cinematográfico que sería Amenábar resultó impregnado por esa fábula poético-política que reflejaba con una fidelidad tan secreta como precisa, gracias a la mediación del cine (el relato sobre los misterios de la vida y la muerte que era Frankenstein), el estado de cosas de una España que comenzaba a vaciarse, y las escasas moradas de acogimiento: la literatura y el cine. Franco aún vivía cuando se rodó y estrenó El espíritu de la colmena, cuya acción se desarrollaba a principios de los años cuarenta, en lo peor de la duración de la guerra, en su infinitud de miseria, miedo y crimen. Para entonces, Miguel de Unamuno ya había fallecido. Pero en el Estudio de Fernando (Fernán Gómez), el apicultor de la película, hay un fotografía enmarcada en la que éste aparece al lado de Unamuno. Recuérdese la vida que llevaba el apicultor en El espíritu de la colmena (Mientras dure El espíritu de la colmena, podría ser otro título de este Ojo y de la trayectoria poética de una generación de cineastas –y espectadores- inoculados por ella): autoexiliado con sus autores de cabecera –Unamuno, capital-, y observando la organización social de las abejas. En un caserón por el que circula con quinqués, como Grace por la mansión de Los otros, como Unamuno por su casa salmantina en Mientras dure la guerra. Este Unamuno de Amenábar –en justo retorno- tiene su ascendente en aquel Fernando, ambos distanciados del desastre por apenas una ventana. Como sucedía en El espíritu de la colmena, todo el cine de Amenábar tendrá por tema central la valentía de abrir los ojos y mirar, y ver. Desde su Tesis (1996) doctoral, protagonizada –no fue casual, claro- por aquella misma Ana Torrent de El espíritu, veintitrés años después, convertida ya la niña en una bachillera de la imagen, su cine se pregunta y nos pregunta qué estamos dispuestos a ver, a conocer, aunque nos duela o incluso nos horrorice. Y así, Mientras dure la guerra dura lo que le cuesta a Unamuno abrir los ojos y ver el horror que se estaba cerniendo sobre su país y sobre su entorno personal. Y aún más fatídico: advertir lo que sobrevenía. No en vano el gesto más memorable de Karra Elejalde metido en el papel es el de su mirada, a través de las gafas. El de sus ojos entre espantados y llorosos, asomados sobre el hombro de su hija, al regreso del match con Millán-Astray. Pero sobre todo, muy abiertos. La ruta por el interior del propio cine español, y por los paisajes físicos y emocionales de que nos ha provisto para ir viendo y analizado el panorama de nuestra historia, nos devuelve también, inevitablemente, a la Salamanca de mediados de los sesenta, la de Nueve Cartas a Berta (1965) de Patino, aún marcada –como el mundo provincial en general- por muchos aspectos de la durabilidad de la guerra: el acallamiento, la represión, las manifestaciones de excombatientes en la Plaza Mayor. Y deambulada, con nocturnidad y espíritu unamuniano, por los jóvenes que habían nacido en la inmediata posguerra y habían estudiado en el mismo paraninfo de los acontecimientos de aquel 12 de octubre. En cuanto a estos acontecimientos, Amenábar opta por –como postulaba John Ford- imprimir la leyenda. De hecho, es muy John Ford como está pensada la secuencia del paraninfo. A lo que más recuerda –no me extrañaría que fuera pretendido por Amenábar-, porque hibrida de nuevo el cine y la historia, y enaltece el gesto de arrojo, en el borde del sacrificio personal, es al episodio real del enfrentamiento que Ford –un republicano considerado como muy derechas- mantuvo en octubre de 1950, en medio de la Asamblea del Sindicato de Directores, en el salón del Crystal Room de Beverly Hills, con Cecil B. De Mille, para defender a Joseph Leo Mankiewicz, acusado de comunista por McCarthy y su somatén infamante. Se levantó Ford cuando -como dijo un testigo de aquello- los autodenominados ‘americanos de verdad’ de Hollywood estaban a punto de calzarse las botas militares. Y enfrentándose a ellos dijo Ford, detrás de sus gafas, pero con los ojos abiertos, que en la batalla estaba a favor de Mankiewicz, y que no le gustaba un pelo De Mille, y que en la pelea entre partes del Sindicato, sólo tenía como fin interesado acabar con el Sindicato. O sea: venceréis, pero no convenceréis, y a mi amigo no lo toquéis.