Si se piensa en la heráldica del cine, ‘la Metro ‘ se nos aparece como el primero y principal de sus blasones. Componía el perfecto marco nobiliario: la cabeza de un león –signo de realeza y de hipo huracanado– centrada en su abismo y orlada por un lazo de cintadas dentadas que con el technicolor serían ya de oro. Se trataba, sin duda, del Reino, y de su Rey león. Tumbado y de perfil, como un mural asirio, durante los primeros años –nuestro León dormido visto desde arriba de la cuesta de Sagasta es su más viva imagen– y después en primer plano con trampantojo. ‘La Metro’ no sólo era una casa de hacer películas sino el emblema del cine. Y el león su logo. Aquel chiste del tipo que veía salir al león al principio de una película y decía «vámonos, que ésta ya la hemos visto». Pues eso. El león era la mascota de la cinematografía. Si los franceses tenían un gallo (‘la Pathé’), Hollywood tenía un león. León come gallo. Aunque, como se ha sabido tiempo después, su rugido, una vez que el sonido entró en tromba, fuera el de un tigre. Porque ‘la Metro’ pensaba que el rugido auténtico de un león no sonaba suficientemente a león; que en la selva de la pantalla, el ruido de un tigre sonaba más leonado. Y es que una cosa es lo que las cosas son y otra que lo sigan pareciendo sobre una pantalla. Para ser un león-león le hacía falta un componente de tigre. Y de hecho, para ser el león de ‘la Metro’ han hecho falta desde 1924 ocho leones distintos, por lo menos. De la suma de los ocho resultó el león titular. Y así es todo en el cine. Y en la vida contagiada por él, pues si un león no ruge como el ‘león de la Metro’ no nos parece que sea un león ni nada. Y como Reino, ‘la Metro’ es la historia de una herencia medieval, casi un drama shakesperiano. El león de los orígenes acabó jugando en los Hoteles de las Vegas, en los años setenta, y perdió hasta la camisa. De forma y manera que acabaría teniendo más dueños que leones en nómina, y más traspasos que una planta baja. Así que, periódicamente, el Estudio emérito ha visto cambiar de manos la parte del león. Otros estudios hermanos, desde la edad antigua, la de ‘los Grandes’, también vendieron sus catálogos y haciendas al petróleo, o a la Pepsi, o a la Sony, o la Viacom o a Matsushita. El cine, destronado, empezaba a ser una cartera más en el capital de corporaciones y conglomerados. Y su lineal, un depósito de ‘contenidos’ –como se denomina ahora a la materia prima– para ser ofertado en packs, a cadenas, plataformas y otras corporaciones y conglomerados. Buena parte del inventario de ‘la Metro’ ya era desde 1986 propiedad de la Warner Bross, por ejemplo. Y antes, la Paramount se había merendado a la Republic, hermana pobre (pero casa de Johny Guitar o de El hombre tranquilo). Y Universal ha maridado con Nintendo o Mattel. Y la 20h Century Fox, fanfarria reina, es ahora una filial de Disney. Pero además, ‘la Metro’ había sido propiedad de inversionistas billonarios como Ted Turner o Kirk Kerkorian. En cambio, de los padres fundadores de la Metro-Goldwyn Mayer, Goldwyn era un vendedor de guantes y Mayer un vendedor de chatarra. Y hasta este miércoles día 27 de mayo de 2021, en el que las fauces del último león de ‘la Metro’ se han reducido a la sonrisa de los paquetes de Amazon, «compañía de comercio electrónico y computación en la nube», como la define la wikipedia, que a su vez es gerente de todo el saber enciclopédico. Amazon ha invertido en ‘la Metro’ como “valor financiero” (sic). 4000 títulos migran al «gigante tecnológico». El lema de Amazon y el del cansado corazón de león son básicamente distintos. El de ‘La Metro’ coronaba a Leo y podría haber sido firmado por Petronio: Ars gratia artis (Arte por el Arte). El de Amazon es de «De la A a la Z», de Amazon, claro, y lo podría haber firmado Amazon. Se ha cumplido Oz, de la casa madre, por cierto: una partida de intrépidos con un león de trapo en sus filas ha llegado, siguiendo el camino de baldosas amarillas, hasta el consejo de administración del Mago.