Conchita Miguel Jubera, nacida en Ribafrecha, hija de la Conce y de Manolo, panaderos de la Calle Mayor de Logroño, fue una de aquellas “españolas en París”; las mujeres que, en los años sesenta del siglo XX, se fueron a servir de bonne. Primero estuvo, bastante tiempo, con una familia en una casa de la Avenue de l’Observatoire, en el centro, alojada en su chambre de bonne. Y tiempo después pasó a trabajar en casa de Jean-Paul Belmondo. En la Rue Moulin les Corbeaux, debajo del Château de Vincennes. Cerca de la calle hay ahora un square que lleva el nombre del actor, que siempre se volcó con el barrio, Saint-Maurice, llegando a apadrinar su cine, el Capitole, amenazado tras treinta años de inactividad. Conchita, sobre todo le planchaba, porque planchaba de maravilla. Ella contaba que Belmondo fue en todo momento muy amable con ella, y que siempre estaba pendiente de si le hacía falta algo o tenía que hacer algún viaje a España, lo que fuera. Contaba, en fin, que en el trato cercano no era un bruto, como parecía en pantalla, y que incluso hacía obras de caridad. Conchita era una mujer bajita, y morena. Belmondo la llamaba cariñosamente la petite espagnole, ‘la españolita’. Hablamos de mediados de los años setenta. Conchita se iría de casa de Belmondo sólo porque se le manifestó un trastorno ocular que aconsejaba realizara otro tipo de trabajo, que sería, ya hasta el final de su vida, el de concierge, en el 79 del Boulevard Saint-Michel. La portería sería su casa definitiva. Es curioso, habiendo trabajado para un astro del cine mundial, que a ‘la españolita’ se le declarara el trastorno conocido como de “los ojos saltones”, abultamiento causado por el hipertiroidismo. Hubo otras oportunidades para que los ojos se le abriera como platos, como aquella en que reconoció por la calle a Greta Garbo y la llamó. Conchita conservaba un gran recuerdo y un corto pecio de aquella temporada: el sobre vacío de una carta dirigida a Monsieur Belmondo, fechada en octubre de 1975 –ese mismo mes Belmondo había estrenado El incorregible, y poco antes Pánico en la ciudad–, unas tarjetas de visita y un camisón negro que le regaló y que supo luego había pertenecido a Laura Antonelli, quien fuera su pareja en aquella década. Una vez, estuvimos muy cerca de Belmondo. En París, hace unos años. Verano. Casi nos rozamos los nudillos en el pasamanos de una escalera automática. Y todo por, precisamente, ir a buscar una película de él, y de Gabin, Un mono invierno, que me hacía falta para un libro. Fue en la FNAC de la Rue de Rennes. Ya tenía el DVD en la mano cuando, de pronto, se hizo un silencio absoluto en la planta a la vez que se producía una parálisis de toda actividad. Sin saber qué pasaba nos dirigimos a las escaleras para descender hacia la salida. Nos vimos bajando solos. Y entonces, por la otra mano, la de ascenso, toda enterita para él, subía Jean-Paul Belmondo, vestido con un traje de pana color calabaza, acompañado de un setter del mismo tono (sólo a él le hubieran permitido meter un perro en una FNAC; eso ni al presidente de la República) y de una preciosa y joven muchacha. El actor se mantenía muy recto y su piel estaba muy bronceada, ese cuero tan suyo al que mutó tras debutar en el blanco y negro de la nouvelle-vague. Era alto, elegante. Estatuaria pura del imaginario francés. Fuera, comprobaríamos luego, le esperaba un Porsche, con chófer. Había gente en las aceras de la calle, claro, esperando a que saliera. La entrada de Belmondo en la FNAC había sido como cuando echas una gota de detergente en un plato de aceite, y el aceite se desplaza a los márgenes. La gota era él. Estuve a punto de, en el momento de cruzarnos, enseñarle el DVD con su película. Pero sobre todo, me quedé con muchas ganas de decirle, no nos atrevimos ninguno de los dos, que la mujer que iba conmigo era la sobrina de ‘la españolita’. Teresa, este verano, qué casualidad, fotografió el tramo exacto del suelo de la Rue Premiere Campagne, en la que Belmondo, al final de Al final de la escapa, moría de mentiras, dégueulasse.