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Bernardo Sánchez Salas

Material escolar

Una historia de violencia

Una de las cosas más interesantes del bofetón de Will Smith a Chris Rock es que casi ni se oyó. El cachetazo, me refiero. Sólo un impacto sordo, un palmetazo apagado, como cuando aplaudes mal. Pero así suena un hostión en la realidad. De pronto, en una gala en la meca de la hipérbole, que es Hollywood, una torta suena así de vulgar, de fea. Con el lucimiento y la sonoridad que, en cambio, tienen en pantalla las bofetadas y los puñetazos. Muchos de ellos, propinados por Will Smith en algunas de sus películas. Y sin embargo, llegada la hora del bofetón natural, sin el refuerzo del efecto sonoro sincronizado con el gesto, que es a su vez un ‘no impacto’, una simulación de impacto; es decir que la mano no toca el rostro del contrincante, porque la acción ésta coordinada por especialistas y el sonido, que es como de un disparo, como la antigua estaca de Gorgorito, es de librería, insertado a partitura en el momento del golpe; pues en el trance, digo, de propinar una bofetada en su formato y dimensión reales no tiene ningún lucimiento, e incluso le cuesta a Smith mantener el equilibrio del trípode de las piernas. Sale, en fin, patética la cosa, sin espectacularidad ni ritmo. Como otras tantas acciones ordinarias que el cine amplifica hasta el show, hasta el código, hasta la talla XXL, pero que en su talla menor es naturalmente prosaica. Desde un ósculo hasta una languarina –como decía mi padre– que le metes o te meten. De hecho, uno de los logros del cine, de la versión cinematográfica de las cosas cotidianas ­–muchas tienen que ver con el sexo o con la muerte– es aliviar su perfil bajo mediante un plus coreográfico, luminotécnico y acústico. Pero también atenuar su contorno más triste, o áspero o vulgar. La representación de la violencia, en concreto, incluso de la más sucia a la más encarnizada, especialmente en géneros como el western o el policíaco, dispone de sus herramientas, de sus instrumentos, de sus trucos para convertir en una mitología icónica la bofetada de Johnny Farrel a Gilda o en un ballet contemporáneo la masacre del Grupo salvaje o en un número de payasos una bronca en un Saloon. Yo, por ejemplo, que soy de la generación de la saga de Trinidad (y sus émulos en el convento: Providencia, Reverendo Colt, Tedeum, el Padre Murray, etc… ) crecí viendo y divirtiéndome, como en un circo de tres pistas, con aquellos metralleos de tortas supersónicas que Bud Spencer y Terence Hill administraban a diestro y siniestro, como de tacón, en las tascas, en las ventas, en los ranchos, destrozando mobiliarios de madera de balsa. Era, de hecho, mucho más el ruido que las propias tortas. Parecía que el chás-clas-plas lo produjeran con la boca en vez de con las manos. No era tanto que abofetearan como que dirigieran el concierto de bofetadas. Y pasaba lo mismo con los pedos –recuérdese el coro flatulento de Sillas de montar calientes de Mel Brooks–, o con los disparos: una artillería que se simula a posteriori, en una mesa de efectos de sonido, ya catalogados. Casi todo en el cine tiene algo o todo de efecto especial. Y las tortas fueron herederas de las tartas, las del circo y las de la primera comedia cinematográfica, que éstas sí que no tenía sonido, sólo merengue montado. El sonido lo poníamos nosotros, y las carcajadas: exportados, sonido y risas, desde las carpas de los Tonettis de nuestra infancia. Y hasta jugábamos a darnos tortas como en las de Trinidad, y al jugar nos costaba mucho más imitar el sonido con la boca que con la mano. Y va y es en la noche reina de la ficción audiovisual, en el templo de los Oscars, cuando la máscara cae y el bofetón es sólo un bofetón, sin relieve sonoro, y el género caballeresco se devalúa hasta el grotesco. Y no se le ocurrió a Will Smith, ni a los guionistas, ni a nadie, que hubiera sido preferible que se hubiera escuchado ‘a lo Trinidad’ el tortazo, pero que no se hubiera dado. O que hubiera salido un especialista. Incluso Chris Rock podía haber imitado el ruido con la boca, para redondear el efecto. Todo menos recurrir a la violencia física.

Temas

Espacio de opinión en el que se aúnan las artes escénicas, el panorama político, el cine, la radio, y la televisión. Además de la cultura en general y la vida en particular. Su autor es Bernardo Sánchez Salas, escritor, doctor en filología hispánica y guionista.

Sobre el autor

Bernardo Sánchez Salas (Logroño, 1961) Escritor, Doctor en Filología Hispánica, guionista de cine y televisión y autor teatral: Premio Max en 2001 por la adaptación escénica de la película El verdugo y adaptador, también, de obras de Arthur Miller (El precio, nominado en 2003 al Max a la mejor adaptación), Tirso de Molina (La celosa de sí misma), Antonio de Solís y Rivadeneyra (Un bobo hace ciento) –ambas para la Compañía Nacional de Teatro Clásico-, Aristófanes (La asamblea de las mujeres), Edgar Neville (El baile), Howard Carter Beane (Como abejas atrapadas en la miel), Jeff Baron (Visitando al señor Green, nominado en 2007 al Max a la mejor adaptación) o Rafael Azcona (El pisito). Sus trabajos teatrales –realizados para unidades de producción públicas y privadas- han sido dirigidas por Luis Olmos, Jorge Eines, Tamzin Townsend, Juan Echanove, Sergio Renán, Esteve Ferrer, o Juan Carlos Pérez de La Fuente. Es también autor de textos teatrales originales como Donde cubre y La sonrisa del monstruo (dirigidos por Laura Ortega para la RESAD), El sillón de Sagasta (dirigido por Ricardo Romanos) y La vida inmóvil (dirigida por Frederic Roda). Ha publicado estudios sobre el dramaturgo del siglo XIX Bretón de los Herreros y editado algunas de sus obras; fue corresponsal de la revista El público. Autor del conjunto de relatos Sombras Saavedra (2001), publicado por José Luis Borau en “El Imán” y de monografías individuales y/o colectivas sobre Rafael Azcona, Bigas Luna, Luchino Visconti, Viçenc Lluch, José Luis Borau, Eduardo Ducay, Antonio Mingote, Pedro Olea, el Documental Español, la Literatura y el Cine en España o El Quijote y el Cine.


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