Tuve un profesor en el instituto que, cuando le fui a reclamar un sobresaliente en Educación Física, me respondió que “había sudado menos que los demás” para conseguir unos resultados que merecían la máxima nota. Me quedé con el notable y con la cara de pazguato que te deja una explicación de este calibre, similar a justificar una nota en Historia en función de la tinta de bolígrafo empleada en el examen. Este post no es una venganza en frío un cuarto de siglo después de esta anécdota estudiantil, pero el vídeo que lo acompaña deja claro que sudar, sudo. Una barbaridad. Siempre lo he hecho, incluso en aquellos tiempos en los que mi profesor me restaba puntuación por lo contrario. Juro que todo lo que sale de esa camiseta es fruto de mi trabajo… o de un problema de hiperhidrosis, que también puede ser.
Si la capacidad para calar las camisetas es un baremo válido para medir mis esfuerzos para cumplir con los retos que me va planteando Roberto Molina en Objetivo 25 kilos, mi ángel deportivo debería estar muy satisfecho. Quizás no dé más de sí, pero cada entrenamiento hago lo que puedo por cumplir con los mandatos de mi entrenador. Mi ropa empapada tras cada sesión así lo atestigua y las agujetas que sufro en el culo (y en otras partes del cuerpo) desde hace tres días tras una nueva sesión de chaleco lo corroboran.
Haciendo mía, aunque adaptada, la célebre sentencia de Winston Churchill, podría decir que mis entrenamientos son “(Sin) sangre, (con) sudor (mucho) y (ninguna) lágrimas”.