A mi tío Genaro le han robado todas las cebollas; las veinte o treinta que cultivaba en la huertecita, junto al gallinero, y que regaba, a pesar del reuma, llevando el cubo de agua desde su casa. Los tomates y los pimientos no, aún están pequeños, pero todo se andará. Mi tío dice que lo esperaba, que es lo de todos los años, y que, como han construido unas casitas cerca, que ya conoce el instinto de hombre.
Lo insólito de la naturaleza humana es la terquedad con que los palos se dirigen hacia el débil, y cómo esa persecución a la debilidad acaba tomando carta de naturaleza en la memoria colectiva. Este robo, sin mucha importancia, es, desgraciadamente, cotidiano en los pueblos riojanos, y parece formar parte de ese paquete turístico, en el que prácticamente todos los valles riojanos y algunos de sus montes están en venta -o en especulación, que viene a ser lo mismo- en forma de parcelas o de adosados con vistas al más allá; este hecho cotidiano del robo de frutas, hortalizas y similares, con la más absoluta normalidad -ya no digo impunidad- es de lo más natural: se han dado casos de robos delante del dueño, simplemente haciendo oídos sordos a sus protestas.
Lo chocante del caso es que, al lado de la huerta de mi tío Genaro, hay piezas con cientos de miles de cebollas, lechugas, pimientos , y, no obstante, los amigos de lo ajeno recolectan las treinta cebollas o la terrera de pimientos de la pequeña huerta, sin duda por esa persecución al débil, de que hablaba antes, fijada en la memoria colectiva.
Puedo explicarme estas situaciones por esa terquedad que comentaba al principio: los palos han de ir al débil, a fin de cuentas hasta existe una frase bíblica que dice, poco más o menos: «Al que tiene mucho, se le dará, y, al que tiene poco, aun lo poco que tiene, se le quitará.» Lo que me cuesta más entender es por qué suelen desaparecer los productos en las proximidades de las nuevas construcciones: esas filas de casitas adosadas, que destrozan los valles riojanos, comiéndose las mejores zonas de regadío, con jardín para el perro -si no es muy grande- y con vistas al infinito, al tiempo casi infinito que se tardan en pagar.