Érase una vez un país, bañado por el mediterráneo y por la mar océana, que vivía feliz, aún en la escasez, con sus tradiciones navideñas: el portal y el nacimiento, con su mula y su buey, la estrella de los magos de oriente, que les conducía cada año hasta Belén para llevar al recién nacido oro, incienso y mirra, los inocentes… Y las gentes de este viejo y gran país, cada año, cuando llegaban las fechas del adviento, hacían recuerdo de sus tradiciones milenarias: alegraban sus casas con belenes, adornados con musgo de los valladares que miraban al norte –eran tiempos libres en que no estaba penada su recolección- prendían muñecos de papel en la espalda de sus amigos, el día veintiocho de diciembre, al grito de “los inocentes, los inocentes, que llevan carga y no lo sienten”, tomaban la senda de las bodegas, en la tarde de Nochebuena, para probar el vino joven, o mandaban a sus niños a cantar villancicos por las calles y a esperar, el último día de diciembre, el transporte que traía al misterioso hombre con más ojos que días tiene el año. Y, durante siglos, aún en la escasez, ya lo he dicho antes, fueron felices con sus tradiciones.
Sin embargo, los tiempos comenzaron a cambiar, llegaron noticias de otros reinos y otras gentes, de otros lugares y de otras costumbres, de otras formas de vida, en que la frugalidad y la moderación eran pecado, y el consumo y el negocio eran los dioses a adorar; y aquel país, bañado por el mar mediterráneo y por la mar océana, comenzó a ser un país desconocido para sus propios habitantes. Alguien decidió, no se sabe bien quien, que era conveniente, por mor de los nuevos dioses y para la buena marcha de las cosas, cambiar las tradiciones; y, al igual que otras más, las tradiciones navideñas iniciaron el camino del cambio. Muchos suprimieron nacimientos y portales –por sus connotaciones religiosas, dijeron, sin caer en la cuenta de que su civilización no podía explicarse sin esas connotaciones- y olvidaron prender muñecos en la espalda de sus amigos y enviar a los niños a esperar al hombre, que llegaba con más ojos que días tiene el año; a cambio, introdujeron en sus casas clónicos árboles foráneos, adornaron las puertas con sucedáneos de muérdago y ramitas silvestres y adoptaron como suyo un personaje extranjero, gordo y vestido de rojo, que llegaba del polo norte en un trineo tirado por renos, y que, ridículamente pesado, escalaba sus balcones con un saco al hombro. Y así, quisieron ser felices, instalados en la modernidad, pero era sólo imaginación y apenas lograron ser vasallos de otros mundos. Y tardaron las gentes de aquel gran país en darse cuenta de que quien olvida sus raíces está condenado a arrepentirse y a vagar por el limbo de la desmemoria.
“ALONSO CHÁVARRI”