Cuando era pequeño, yo quería ser Titín. En realidad, todos los niños de Leiva queríamos ser Titín, cuando, en el recién estrenado frontón, jugábamos con aquellas pelotas verdes, de goma, que venían en las cajas de zapatos Gorila. Casi siempre era Pitín el que hacía de Titín, y no porque su nombre sonase parecido, sino porque era quien mejor jugaba a la pelota y, además, le salían heriditas entre los dedos, de tanto jugar, como a los pelotaris. Los demás habíamos de conformarnos con ser Nalda, Del Val, Pablito o los hermanos Barberito. Una vez sí conseguí ser Titín; fue cuando mi tío Julián me hizo una pelota, con ovillo de tripa, gomas de una faja y lana del viejo jersey, la forró con cuero de animal y consiguió que la pelota “sonase”. Cuando uno era dueño de una pelota que “sonaba”, tenía muchos privilegios, y uno de ellos era jugar con el nombre de su pelotari favorito.
Todo comenzó a finales de los años cincuenta, cuando, cansada de jugar sin cuchillo, en la pared de la iglesia o en el palacio, donde las pelotas se picaban en las uniones de los sillares y en el suelo terroso, la villa de Leiva decidió construir un frontón. Se hizo “a veredas”, trabajando los hombres del pueblo, que es como se hacían las obras municipales, en aquella posguerra inacabable de escasez, letanías y brazos en alto, hasta que el frontón quedó precioso, con gradas para los espectadores, brea entre los cuadros y un cuévano alargado, por el que escapaba el agua de las tormentas; y el escudo de “una grande y libre”, en el frontis, pintado de rojo, hasta que la lluvia hizo parecer que el águila lloraba sangre.
El partido de inauguración fue un acontecimiento, en el que se enfrentaron, de blanco y con fajas azules y rojas, Titín y Pablito contra Nalda y Del Val. El partido, al decir de los entendidos, lo ganó Titín, que era el zaguero dominador, aunque Del Val consiguió dar un gran pelotazo, que envió la pelota a botar a la tierra, que comenzaba en el ocho. El buen juego de Titín fue el que hizo que todos los niños quisiéramos adoptar su nombre, todos menos Nicasio el Golondrino, quien siempre quería llevar la contraria, jugaba a botivoleo y se empeñaba en ser el zurdo de Mondragón.
Mi tío Eusebio, que fue pelotari aficionado, cada vez que ve jugar a Titín III, después de decir la frase: “Si este Titín hubiera sido vasco, ¡dónde estaría!”, se acuerda del otro Titín, de su padre, y repite: “¡Quién nos iba a decir que de aquel zaguero iba a salir este delantero!”
Ahora se está cubriendo y remozando el viejo frontón de Leiva, que pronto será inaugurado por segunda vez. Sería bonito que, después del partido, los niños continuasen disputando por llevar el nombre de Titín, aunque, bien pensado, eso ocurrirá de todas las maneras.
“ALONSO CHÁVARRI”