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La plazuela perdida

¿NI MORAL CATÓLICA NI ÉTICA LAICA?

Una jota riojana, escuchada de niño en las rondas festivas de las cuadrillas de mozos, decía así: “Caminito de la iglesia,/ cuántas medias habré visto,/ cuántos pecados mortales/ habré cometido a Cristo.”

Hoy no tendría sentido esta jota, pues, afortunadamente, el concepto de pecado ha cambiado mucho; y digo “afortunadamente” porque aquel concepto de pecado, impuesto a la niñez en la educación católico-franquista de la posguerra inacabable, amargó la vida a muchos, especialmente a quienes eran de conciencia escrupulosa, creían firmemente y seguían las normas de la Iglesia. No fue tan malo para los transgresores, aquellos capaces vulnerar, sin mucho remordimiento, las reglas impuestas por la religión católica y arreglarlo, en su momento, con una mecánica confesión. Estos últimos tuvieron suerte; no los otros, los cumplidores de los preceptos a que su escrupulosa conciencia obligaba, pues sufrieron innecesariamente y, en muchos casos, vieron amargadas su infancia y su juventud por cuestiones ridículas: Un amigo de infancia vivió muchos años con el imaginario estigma del sacrilegio, por haber comido una hoja de lechuga, antes de su primera comunión, y haberlo callado, para poder participar en la ceremonia –era necesario permanecer en ayunas “desde las doce de la noche antecedente hasta después de haber comulgado”-; otro joven amigo abandonó la Iglesia, con gran disgusto de su director espiritual, por incompatibilidad entre la doctrina y sus sentimientos como novio de su pareja, pues los naturales deseos le hacían vivir en perpetuo pecado.

A pesar de estas contradicciones entre doctrina y vida, aquella mala educación tuvo efectos positivos en otros aspectos, por ejemplo: ayudó a que los adolescentes se formasen en la renuncia a ciertas cosas, en el trabajo y en el sacrificio, como medio para conseguir un fin –no confundir con el sacrificio inútil, difícil de entender-. El sustituir aquella moral obligada por una ética laica fue el gran reto de la democracia, pero hay que reconocer que no se ha conseguido: hemos pasado de aquella dominación, de aquel absurdo intento de controlarlo todo, hasta los sentidos, al hedonismo como forma de vida; las nuevas generaciones no aceptan con facilidad que no todo se puede conseguir, y la ética personal brilla por su ausencia. Tampoco la Iglesia ha conseguido cambiar aquella moral obligada por otra más “natural” y, aunque repite incansable a los niños, en las catequesis y funciones religiosas: “hay que compartir”, nunca una sociedad compartió menos. Parece que estos tiempos no son los mejores para la moral ni para la ética. Yo hubiera jurado que ambas, una u otra, eran consustanciales al hombre, pero tal vez estuviese equivocado.

“ALONSO CHÁVARRI”

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Por Jesús Miguel ALONSO CHÁVARRI

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