La Faustina no llegaba a los cuarenta, aunque a los niños nos parecía una anciana, en aquella posguerra inacabable de misericordia galdosiana y ausencia de albergues para los sin casa –“homeless” les llaman ahora-. Todos los años venía caminando, por la vieja carretera de cantillos y olvido, con su negra figura, encorvada por el peso del saco, también oscuro, como su vida, y por el reuma. Su llegada era alertada por aullidos de perros, aquellos perros inteligentes y crueles que mostraban sus dientes amenazantes a las gentes diferentes, sobre todo a la pobreza que podía hurtarles un chusco de pan duro o unas escasas sobras. La Faustina se defendía de los canes con el aparente ademán, segado por la artrosis, de coger una piedra y chascar la lengua, mientras recorría las calles, pidiendo una limosna, un trozo de pan o un jersey viejo; mi abuela solía darle una rebanada y un par de perras gordas, a la vez que le soltaba la cantinela: “¡Faustina, ponte a servir! ¡Aún eres joven!” Ella rezongaba sus palabras, comía el trozo de hogaza con sus escasos dientes y marchaba a gastar las gordas en vino, antes de que su paso ladeado y titubeante se perdiera por las oscuras sendas de las traseras y por andurriales, hasta llegar a los abandonados pajares que le servían de lecho.
Siempre llegaba a principios de febrero, a la vez que las cigüeñas de la torre, atraída por San Blas y sus rosquillas de celebración y por Santa Águeda, fiesta propicia a tradicionales colaciones de precepto. Intercalaba su “una limosna por amor de Dios” entre las peticiones quinteras de los jóvenes, que recorrían las calles, cantando jotas en carros enzarrados, tirados por mulillas enjaezadas con vistosas guirnaldas de colores, y pedían por las casas la “Santa Águeda”, colación inevitable de dinero, huevos o chorizo.
Cuando algún niño comentaba a su paso: “mira, una gitana”, la Faustina se molestaba y dejaba bien claro que era ella pobre, pero no era ni gitana ni húngara, entonces competencia en la escasa misericordia, aunque estos otros ambulantes, además de malvivir del limosneo, trabajaban de alambradores, estañando cazuelas y recomponiendo paraguas, se conoce que también en la pobreza y en la necesidad había clases.
Ahora, cuando llega febrero, con sus casillas calendarias de San Blas y de Santa Águeda, yo recuerdo a la Faustina, a su mirada triste, huidiza, desconfiada, como siempre es la mirada de la pobreza, de la necesidad, de la soledad…del miedo.
“ALONSO CHÁVARRI”