Todos aquellos que tengan memoria –iba a decir memoria histórica, pero renuncio al adjetivo por su uso excesivo, que le hace sonar a calaveras y fosas- recordarán como, en un momento determinado de nuestra corta historia democrática, hubo una rara unanimidad en la conveniencia de dividir España en comunidades autónomas. Y digo “rara unanimidad” porque sorprendió que, con la cantidad de partidos políticos de variado pelaje que, entonces, pretendían dirigir la política española y cuyos credos cubrían el extenso mapa ideológico del país, prácticamente todos estuvieran de acuerdo en la bondad de aquel nuevo régimen quasi-federal, llamado “
Desde entonces, ha llovido mucho. Las transferencias, desde los distintos gobiernos centrales a los autonómicos, han sido exigidas y concedidas de forma incesante, hasta llenar de competencias los “ministerios” periféricos. También de deudas, pues las autonomías, ávidas de demostrar la bondad de la descentralización, no cesaron de introducir mejoras en los servicios, así como gastos no tan necesarios: televisiones regionales, asesorías sin medida, subvenciones excesivas a multitud de asociaciones y entes, etc., sin reparar en que vivían por encima de sus posibilidades o, en caso de que repararan, sin importarles.
Ahora, además de una deuda asfixiante, el país se encuentra con un entramado de leyes diferentes que trastorna innecesariamente al ciudadano: cartillas diferentes para
Y, como no podía ser de otra manera, se comienzan a oír voces, pidiendo un cambio en la dirección de las transferencias, una vuelta parcial al poder central que limite los desatinos y que, sobre todo, mantenga el principio inalienable que debe regir a las naciones: “Todas las personas son iguales ante la ley”. Hace tiempo que en España no somos todos iguales. Y deberíamos serlo.
“ALONSO CHÁVARRI”