Siempre he sido un admirador de la obra de Delibes, y no sólo por su lenguaje, por la temática o por las variadas estructuras de sus novelas, que también, sino porque tenía la extraña costumbre de contarme mi vida. El verdadero éxito de un novelista consiste en que el lector se sienta identificado con sus personajes de ficción, y en esto don Miguel era un maestro.
Tuve ocasión de hablar con él, en una de sus visitas a Logroño, para agradecerle unos comentarios elogiosos que me remitió, respecto a una de mis novelas, y me expuso la curiosa teoría de que siempre contestaba a la primera carta de cualquier escritor, pero no a las siguientes, porque eso sería indicativo de una amistad que no venía al caso. Más tarde, comprobé que no ponía en práctica esa lógica teoría, pues su bondad natural siempre disponía de unas palabras amables, de unas líneas reconfortantes con las que agradecer el envío de algún libro o una carta de admiración.
Hace no mucho, con motivo del merecido premio con que fue distinguido por el grupo VOCENTO, le envié una columna dedicada a su persona, en la que yo explicaba cómo sentía que me contaba mi vida en sus novelas: cómo, al leer “Las Ratas”, me veía cazando ratas con mi abuelo, cuando era niño, en vez de ver al Nini y al tío Ratero; cómo, en “El Camino”, Daniel el Mochuelo era mi doble, con 10 años, la víspera de partir al internado; cómo, en sus libros de caza, me veía a mí mismo en los rastrojos y eriales de Leiva; cómo, en “Las Guerras de mis Antepasados”, Pacífico Pérez me contaba las mismas viejas historias, sobre la guerra de Marruecos o sobre la guerra Civil, que mi difunto tío Julián; y así, sucesivamente, ocurría con todos sus libros. Me contestó, dándome las gracias, de forma muy cariñosa, por la columna de “
El otro día, tras enterarme del fallecimiento del gran escritor, recordé al estudiante que me envió un trabajo de literatura comparada, analizando las analogías entre la obra del maestro, “Los Santos Inocentes”, y mi novela “Tasugo”. Me pareció, naturalmente, un atrevimiento propio de su juventud, pero, en su momento, me llevé una gran alegría, a pesar de la excesiva e impropia comparación, pues nada hay más gratificante que la posibilidad de ser comparado con tu maestro.
La que no admitía comparación, con la de casi nadie, era la humanidad de don Miguel, su afabilidad manifiesta, su manera de estar en el mundo, pues él era de una rara especie: era un grandísimo escritor y un hombre humilde y bueno. Demasiado bueno.
“ALONSO CHÁVARRI”