Se acaban de cumplir treinta años del 23-F, aquel espectáculo político-militar en el Congreso de los Diputados, interpretado, en el papel principal, por el, entonces, teniente coronel Tejero y dirigido, según sentencias, por los generales Armada y Milans del Bosch; muchos actuaron de secundarios, otros más prepararon el atrezzo o se quedaron entre bambalinas –estos ni siquiera pasarán a la historia- y, entre todos, lograron darnos un buen susto, durante unas horas. Aquella interpretación nos trajo, por momentos, la imagen folletinesca de otro “caballo de Pavía”, sin caballo y sin general –la autoridad competente-, pues nunca llegaron. Fue una intentona que quiso emular al generalote Primo de Rivera, sin contar con que el rey don Juan Carlos I no iba a tener, con los golpistas, la comprensión que tuvo su abuelo Alfonso XIII con el padre de José Antonio, fundador de la Falange; si algo consiguió aquel lance, además de alejar para siempre los fantasmas involucionistas, fue recordarnos al teniente don Friolera -protagonista de la gran obra “Los cuernos de don Friolera” de “aquel gran don Ramón de las barbas de chivo”-, esperpéntico personaje y figura cómica que producía, a partes iguales, risa conmiseración y pena.
La primera reflexión, que me produce aquel lejano suceso, es lo viejo que soy y lo rápido que pasa el tiempo; además, me causa una extraña frustración y un ligero desamparo, por el hecho, no sé si real o producto de mi imaginación, de que ahora salimos perdiendo en la comparación entre la valía de los políticos de una época y de otra. No sé que pensarán ustedes, amigos lectores, pero hoy no encuentro equivalentes intelectuales, políticos e, incluso en algún caso, morales –aunque sabemos que en la viña del Padre siempre ha habido de todo- a personalidades como: Suárez, González, Tierno Galván, Fraga, Carrillo, Gutiérrez Mellado, Calvo Sotelo, Roca, etc., etc. Tampoco recuerdo a ministros, de entonces, con la escasa formación y el mal manejo del idioma castellano de alguno de los actuales. Sí, ya sé que entonces, en general, eran personalidades de gran peso en sus profesiones, y los nombramientos eran, en cierto modo, un premio a su capacidad y esfuerzo. Ahora, sin embargo, hay políticos, sin oficio ni beneficio, crecidos en las juventudes de sus partidos –iba a decir “formados”, pero sería excesivo y una ilusión- y que alcanzan puestos de gran responsabilidad, sin otro mérito. Y esto no es ningún consuelo. Un ministro no debe ser un puesto democrático, al alcance de todos, sino un puesto para alguien con mérito, que trabaje para todos. Lo otro es una cruz para el país. Y muy pesada.
“Alonso Chávarri”