Reconozco que me daba miedo. Cuando era niño, la representación de la justicia, con espada, balanza y los ojos vendados, me daba miedo. Aquella mujer que pesaba los delitos, espada en mano, me imponía, pero, sobre todo, era su ceguera solemne la causante de mi temor. Cuando me explicaron que esa ceguera indicaba la imparcialidad y la sumisión, de cualquier aspecto visible, ante los artículos de los códigos legales, confié plenamente en la justicia, durante mucho tiempo. Sí, durante mucho tiempo, estuve convencido de que un pleito sólo podía tener un ganador: el poseedor de la razón, porque en los libros de leyes debían estar las soluciones, a cualquier dilema legal, y los jueces aplicaban los artículos de los códigos, dando la razón a quien la tenía. Esto lo creí durante mucho tiempo.
Mi ciega confianza en la justicia ciega comenzó a debilitarse cuando, en mi adolescencia, veía derribar y volver a construir una tapia, frente a mi casa del pueblo, según se sucedían los fallos judiciales de las distintas instancias, en un pleito rutinario. Y es que eso de que, primero, tuviera la razón uno y, luego, se la dieran a otro, no cuadraba con mi concepción de la justicia, que siempre debía saber, inequívocamente, quien llevaba razón.
Con la edad madura -¡ay!, uno está llegando a esa edad en que, como decía mi abuelo: “lo mejor ya lo hemos pasado”-, se aprende que las cosas no son siempre blancas o negras, sino que tienen matices y, sobre todo, los matices los pone la humana mirada del observador, que en asuntos judiciales es la humana mirada de los jueces. Por eso entiendo los vaivenes del caso Bildu, que a tantos aflige, en el que, a mi escaso entender, choca la formalidad del caso con el íntimo convencimiento de la situación: formalmente, parece que no haya motivo para impedir a la coalición abertzale presentarse a las elecciones –dijeron expresamente que están contra la violencia de ETA-, pero, por otro lado, está el íntimo convencimiento personal, de muchos, de que son los mismos de otras veces, disfrazados de demócratas.
En cualquier caso, estos vaivenes judiciales me han producido el mismo desasosiego que me produjo aquella “tapia” de mi adolescencia, pues es duro de asimilar que el Supremo dicte NO, por nueve votos a seis, y el Constitucional diga SI, con cinco votos particulares. Es la dolorosa confirmación de que la justicia no sabe claramente quien lleva la razón. Y esto da pábulo, a muchos, a pensar que el problema es la politización de los tribunales. Claro que otros muchos creen que los jueces españoles juzgan muy bien. Y dicen que, si tenemos duda, los comparemos con los jueces de la UEFA. ¡Que dónde vas a parar!
ALONSO CHÁVARRI”