Desgraciadamente, el binomio “intereses económicos y salud” no siempre va de la mano y ha de anteponerse uno de los términos del binomio sobre el otro, y aquí no es la lógica aplastante de las cosas la que marca la preeminencia de la salud, sino que, a veces, es el interés económico el que acaba llevándose el gato al agua. Si la incidencia de un bien económico en la salud es grave e inmediata, sí se toman las medidas cautelares necesarias, pero, si incide a largo plazo, la cosa cambia y se suele tardar en reconocer los efectos perniciosos. El ejemplo del tabaco es esclarecedor: ¿cuántas décadas han pasado, desde que comenzó a saberse el efecto maligno de los cigarrillos, hasta que se han comenzado a tomar medidas? Y en estos casos no suelen servir de nada la sospecha o la duda.
El otro día apareció en la prensa un estudio sobre los efectos negativos de los móviles, con sus ondas electromagnéticas, en la salud del usuario excesivo, pero no parece que vaya a ser suficiente un aumento significativo de los casos de cáncer para tomar medidas. ¿Cuántos años han tardado en prohibir en el campo venenos peligrosos, que se aplicaban a cereales y verduras? ¿Cuántos productos químicos, bajo sospecha, se siguen produciendo porque “sólo” hay dudas sobre sus efectos en la salud? Es el mismo caso de los productos modificados genéticamente: en vez de prohibirlos, hasta demostrar su inocuidad, se permiten, cuando no se fomenta su cultivo, hasta que se demuestre que son dañinos para la salud o el medio ambiente.
Esta inversión del orden natural de las cosas –en vez de demostrar su aptitud, antes de la utilización, hay que demostrar su maldad para detener la producción- es consustancial a un orden, ya viejo, en el que los intereses económicos son dueños y señores. Me ha llamado la atención en la “crisis del pepino”, tras los intentos por parte de Alemania de trasladar el problema a sus socios, “de segunda”, del sur, que ahora surja la sospecha de que pueda ser una partida de soja la causante de la contaminación bacteriana; y me llama la atención porque la soja es uno de los productos que se están cultivando con semillas modificadas genéticamente, y es de los más controvertidos –pruebe a escribir en Google “soja modificada genéticamente” y verá lo que se encuentra. Seguramente, la modificación genética no tendrá nada que ver con la contaminación bacteriana, incluso es probable que la soja del caso no haya sido modificada genéticamente, pero la mera posibilidad remota me pone los pelos de punta.
No sería ningún disparate el retorno a la lógica natural de las cosas: que la salud prevalezca sobre los intereses económicos, en caso de duda. Sí, ya sé que es pedir peras al olmo y que “los sueños, sueños son”.
“ALONSO CHÁVARRI”