Claudio Rodríguez, el gran poeta zamorano, a quien tuve el placer de escuchar en una lectura que hizo en el Ateneo Riojano, ya en el ocaso de sus días, miraba frecuentemente al cielo, como dejó escrito en sus versos: “Ahora necesito más que nunca mirar al cielo”; “Baja así el agua del cielo”; “Después de haber nevado el cielo encuentra resplandores”; “Siempre la claridad viene del cielo; es un don”. Esa mirada del poeta hacia el cielo puede que sea la mirada de su patria de infancia castellana, esa mirada eterna del labrador, que levanta sus ojos al cielo pidiendo favores, ora el agua necesaria que no llega, ora el calor que haga madurar el fruto de su trabajo; o el temor a un pedrisco de verano que arruine su cosecha, pero siempre mirando al cielo, sea o no sea, lo que llegue, un don, como aventuraba Claudio Rodríguez en su impactante primer poemario “Don de la ebriedad”.
Los que hemos vivido una infancia rural de correrías por andurriales y aguadojos, de trepar a las olmas, buscando nidos de picachas, de lanzarnos a los remansos y a la reciala, al acecho de barbos y loínas, de meriendas en las eras, en el descanso de bieldas y trillos, de lagarejos en la viña, mientras paraban los corquetes… no podemos olvidar ese gesto perenne del hombre que mira hacia el cielo, esperando la lluvia. Hasta no hace mucho, se sacaba a los santos en procesión para que lloviese -es bien sabido que la unión de política y religión, que tan buenos réditos daba a ambos sectores, gustaba de mezclar las cosas de este mundo con las del otro-, aunque algún párroco clarividente o atrevido, como aquel de Valbuena de Montarco, cuando fueron a pedirle que sacara a San Roque en rogativa para que lloviese, dijera con sinceridad: “Si queréis, sacamos al Santo en procesión, pero el tiempo no está de llover”.
Estos pensamientos me llevan a reflexionar sobre el cielo y la tierra, sobre aquellos años oscuros en que la cadena de transmisión de los designios divinos para la humanidad comenzaba en el Papa, seguía por los obispos y sacerdotes, hasta llegar al pueblo creyente, que se veía obligado a aceptar estos designios como actos de fe, pues provenían del vicario de Cristo en la tierra. Eran tiempos en que los papas iban en silla gestatoria y sus palabras eran las de Dios, aunque no siempre coincidiesen con la doctrina de Cristo. Lo sorprendente es que ahora, que ha llegado el Papa Francisco, dispuesto a hacer coincidir la palabra de Dios con la doctrina de su Hijo, sobre todo en la defensa de los desfavorecidos, esa correa de transmisión, inalterable durante siglos, parece no funcionar bien y no se oyen demasiado sus palabras donde debieran oírse; incluso da la sensación de que los medios de comunicación de la Conferencia Episcopal Española pudieran no estar muy de acuerdo con la doctrina que imparte su Santidad, a tenor de la beligerante línea editorial que parecen seguir, más propia de partidos políticos muy conservadores que de una Iglesia de todos, entre los que también deben estar los pobres.
No cabe duda, como decía el gran poeta Claudio Rodríguez: “Ahora necesito más que nunca mirar al cielo”.
“ALONSO CHÁVARRI”