A lo largo de la historia ha habido guerras de todas las clases: de secesión, religiosas, de conquista, por territorios, por el rey, incluso por amor o por “un quítame allí esas pajas”, aunque siempre se ha dicho que no hay guerra peor que una guerra civil –nosotros los españoles lo sabemos bien, pues llevamos setenta años desde la última y hay quien no quiere olvidarla- pero, si lo pensamos bien, cualquier guerra es civil. Ha habido guerras resueltas en una sola batalla, otras, las más, han durado unos pocos años, y algunas han abarcado varias generaciones, como las guerras de los treinta años y de los cien años, pero todas han acabado, hasta ahora.
Cuando el Imperio Británico decidió dar a los israelíes, masacrados en la segunda gran guerra, aquel trozo de territorio, en el que vivían palestinos, entre otros grupos sin estado, nadie imaginó el futuro de guerras y sangre que se ponía en marcha. Si algo caracteriza el conflicto palestino-israelí, es la imposibilidad práctica de ponerle fin; es un conflicto sin buenos ni malos, como son casi todos los conflictos, a pesar de la facilidad con que muchos toman partido, como si la agresión sólo estuviera en un lado y el sufrimiento en otro. Si uno se pone en el lugar de un palestino, que ha vivido siempre en el territorio que ahora es el estado de Israel, no cabe duda de que tiene todo el derecho a protestar por su situación y a luchar por ello, pero si se coloca en el lugar de un ciudadano de Israel, siempre acosado, perseguido, gaseado…, que por fin encuentra un territorio, que coincide con su antigua tierra de promisión, tampoco cabe duda de que se agarraría a ella con todas sus fuerzas y la defendería sin límite. Si fuéramos palestinos, encerrados en la franja de Gaza, con problemas de suministros, de medicinas,…de todo, seríamos los primeros en luchar contra Israel, pero si fuéramos israelíes, que recibimos misiles desde las posiciones palestinas, exigiríamos a los gobernantes que acabasen con el enemigo como fuera. Si, además, el Dios de los unos ve bien la guerra contra el infiel, y el Dios de los otros siempre libra a su pueblo elegido de los enemigos, nos encontramos con una situación de imposible arreglo.
Hasta hace cuatro días, estas disputas se solucionaban con la derrota militar del más débil y, si era necesario, con el frío aniquilamiento del vencido, pero ahora, afortunadamente, la comunidad internacional no permite la aniquilación –es un decir- y siempre hay personajes y países dispuestos a rearmar a los contendientes. Así han nacido las guerras inacabables.
“ALONSO CHÁVARRI”