El oficio más antiguo del mundo: el intercambio de sexo por dinero, lleva aparejada la hipocresía más vieja. Sorprende que en pleno siglo XXI, siglo en el que parecían vencidos los tabúes y convencionalismos sexuales de otras épocas, haya casi unanimidad en el Congreso de los Diputados para negar reconocimiento legal a la prostitución. Yo, por mucho que lo intento, no encuentro la lógica de esa abrumadora mayoría parlamentaria, que hace la vista gorda ante la prostitución, pero que se niega a reconocerla. Alguna ventaja debe de tener el ser hipócrita en un tema como este, pero yo no la veo.
Siempre me ha sorprendido la facilidad, cercana a la impunidad, con que han actuado los principales beneficiarios de lenocinio: redes mafiosas, traficantes de mujeres, proxenetas, dueños de locales de alterne… o sea todos los que se aprovechan de las mujeres que ejercen, o son obligadas a ejercer, el oficio más viejo del mundo. Hay pocas cosas que ofendan más la sensibilidad humana que obligar a mujeres indefensas a ejercer la prostitución; sin embargo, el ciudadano no percibe que se luche en serio contra esta lacra, y tiene la sensación de que es, precisamente, la indefinición legal del oficio lo que permite la existencia de redes de explotación sexual de mujeres.
Sin entrar en consideraciones morales, de difícil juicio, pues los motivos personales para vender el propio cuerpo son muy variados, en el imperio de la ley sólo caben dos opciones: la prohibición de la prostitución, con penas para quien la ejerce y, tal vez, para quien solicita el servicio, o bien la legalización, con todas sus consecuencias: lugares donde se puede ejercer, tarjeta sanitaria, seguridad social, control fiscal y, sobre todo, preciso conocimiento de la voluntariedad, en las trabajadoras del sexo, acabando con cualquier forma de explotación forzosa. La opción de la prohibición se ha intentado en variadas épocas y lugares, con dudoso éxito. A la segunda opción, la de la legalización, sólo le encuentro ventajas: las prostitutas trabajarían en mejores condiciones económicas, sanitarias y sociales y, además, en vez de llevarse el dinero crudo, mafiosos y similares, se lo llevaría guisado Hacienda, que somos todos.
Yo veo clara esta cuestión, pero debo de estar equivocado, porque la inmensa mayoría de los diputados quieren dejar las cosas en el caos en que están. Ahora, encima, se insinúa que la solución puede ser matar al mensajero, prohibiendo en la prensa los anuncios del negocio del sexo. Ya digo: la hipocresía más vieja.
“ALONSO CHÁVARRI”