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DIPLOMACIA VATICANA Y VINO APAÑADO

Recuerdo que, en mis tiempos de internado, en Logroño –entonces, si no vivías en la capital, la única manera de estudiar bachillerato era pagando un internado-, los religiosos, que nos pupilaban, solían decir: “La diplomacia vaticana es la mejor diplomacia del mundo”. Si uno echa la vista atrás, ha de convenir que, en cierto modo, esa frase es cierta, pues no hay mejor táctica diplomática que estar de acuerdo con el que manda; así, pongamos por ejemplo la segunda guerra mundial, la Iglesia era oficialmente partidaria de los aliados en Francia, Estados Unidos, Bélgica, etc., mientras que en Alemania e Italia comenzó siendo del eje y acabó con los vencedores que, además, eran los menos malos –en las guerras civiles es bien sabido que es conveniente tener apoyos en los dos bandos, y algunas grandes familias lo han puesto en práctica, pues así siempre tendrán alguien entre los vencedores que podrá velar por los intereses familiares-. En mi niñez y adolescencia, la Iglesia española era franquista y mandaba mucho, no sólo en la educación, que también, sino en la organización moral del país, por llamarlo de alguna forma; influía, incluso, en las relaciones personales, con aquella figura del director espiritual, que te decía qué era conveniente y qué no; un buen amigo escritor, cuando tuvo novia, le dijo a su director espiritual, para asombro de este: “Abandono la Iglesia, porque casi todo lo que pienso y deseo es pecado; y no puedo permanecer en una institución que me considera tan perverso”. Dice que después fue bastante más feliz, pero estos eran los menos, lo normal era mantener una constante y vana lucha interior entre lo natural y lo “pecaminoso”, que decían podía acabar, si no había arrepentimiento, en las calderas de Pedro Botero.

Cuando murió el caudillo, que entraba bajo palio en las catedrales, igual que lo hacía el Santísimo en la custodia, la Iglesia, siguiendo con su diplomacia secular, se fue haciendo demócrata y tocó diversos palos: disponía de clérigos nacionalistas, otros conservadores y algunos izquierdistas, que eran curas obreros, así podía atender a la variopinta parroquia, en la máxima expresión de la alabada diplomacia vaticana, la mejor diplomacia del mundo.

Viene todo esto a cuento, porque en Semana Santa, con tantos canales de televisión retransmitiendo procesiones, no dejo de recordar aquella otra Semana de Dolor, en la lejana niñez desabrigada, de hábitos de monago y matracantes que tocaban al Calvario, de santos cubiertos de mora y bares cerrados, de padre predicador y almas condenadas, de miedos y silencio, de penas y arrepentidos; y en una de las pocas cosas que no pudo eliminar aquel tiempo de acero: la costumbre de hacer vino apañado -otros le llamaban hipocrás o zurracapote- que bebíamos en Semana Santa, en sitios y bodegas, para aliviar tanto desasosiego.

“ALONSO CHÁVARRI”

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Por Jesús Miguel ALONSO CHÁVARRI

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