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La plazuela perdida

Sin título

CONSTRUYE, CONSTRUYE, QUE ALGO QUEDA

         El único poso que me quedó de Voltaire, en la asignatura de Filosofía de mi bachillerato, además de que acabó tan loco que se comía sus propios excrementos, pues Dios castiga sin palo -la enseñanza privada y cristiana que recibí, en aquella posguerra inacabable, era así, y se olvidaba del maravilloso libro del francés, titulado “Cándido“- fue el sarcasmo que me he permitido parafrasear en el título: “Calumnia, calumnia, que algo queda“, siempre puesto en boca de Voltaire, aunque, pocas décadas antes, ya lo escribieran Beaumarchais, en “El barbero de Sevilla“, y Francis Bacon.

Viene la paráfrasis a cuento del ansia constructora que devora el país, haciendo aparecer promotores de viviendas por cualquier esquina, y que, después de acabar con la belleza de buena parte de la costa española, comienza a destrozar el interior; también los valles y montes riojanos.

         Uno puede entender que la construcción sea el motor de la economía -a pesar de que ya se identifica economía con macroeconomía, olvidando la pequeña economía, que es la que nos interesa a casi todos- aunque no lo comparta, porque, además de que hay muchas más viviendas que españoles y no hacen ninguna falta, sobre todo al precio que están, el crecimiento continuo no existe y llega un momento en que ha de parar -y más vale que sea cuando aún queda algo bello que legar a nuestros hijos y nietos- pero no a cualquier precio. Los millones de extranjeros que llegan para participar en esa construcción desmesurada y caótica -y para rebajar un precio que, luego, al comprador no se le rebaja- contribuyen también a ocupar lo construido y aceleran ese camino hacia el caos, hacia la ciudad continua, hacia la ausencia de campo, como ocurre ya en algunos países europeos. Algún bienintencionado comenta: “Todo se puede construir, con una buena planificación“; esto si que es un sarcasmo, y no el de Voltaire. ¿Qué buena planificación pueden hacer pequeños Ayuntamientos, sometidos a presiones e intereses? ¿Es de recibo que en algunos pueblos se den licencias para que, en uno o dos años, se construyan mayor cantidad de casitas que su número de habitantes? ¿Por qué en las ciudades siempre se construye en las vegas más fértiles, en vez de ocupar el territorio áspero? ¿Por qué, en los pueblos, se construyen esas largas filas, feas como el demonio, y algunas en sentido perpendicular al originario de las calles y que rompen el discurrir natural de las aguas, perspectivas y encanto, en vez de construir los huecos que genera el tiempo y el desuso? Y eso que lo planifican, supongo, arquitectos de esos Colegios Oficiales, en los que hay que depositar mucho dinero, antes de comenzar a edificar una casa.

         Construye, construye, que algo queda“. Sí, sobre todo queda destrucción del medio y los denarios de Judas Iscariote, pero el recorrido del dinero…, esa es otra historia.

                                                       “ALONSO CHÁVARRI”

¿VIAJAR YO?  NO, GRACIAS     

         Reconozco que soy raro, si entendemos por raro lo definido por el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua: “poco común“, pero tampoco me lo ponen fácil, pues como decía un amigo: “He tenido suerte en este viaje, ni huelgas ni demoras, sólo las dos horas de rigor, perdidas en los embarques, y que me han perdido la maleta.

         En estos tiempos de viajes compulsivos, y cuanto más lejos mejor, decir que a uno no le gusta viajar lo convierte en un bicho raro; y reconozco, en algunos casos, el beneficio del viaje, sobre todo para ciertas personas de mente estrecha o de nacionalismo exacerbado, a las que conocer mundo puede abrir sus miras, pero que nadie vea en ello una terapia general, porque todos conocemos a personas cerradas, como cerrojos, que se han hartado de viajar.

         Entiendo el viajecito reparador de aquel que necesita descanso, o el del padre de familia que lleva a los niños a la playa, pero no consigo entender esos viajes agotadores, con horas y más horas de avión o de autobús, a alguna de las esquinas del mundo, con el casi único fin de hacer una muesca más en el admirado revólver de viajero y contárselo a los amigos; por cierto, es una tortura habitual el verse obligado a pasar la tarde mirando fotografías o vídeos de viajes de los amigos.

         Y conste que lo he intentado; antes me daban envidia esas personas que son felices, apenas suben al autobús, o incluso mucho antes, pero yo soy de los que comienzan a sentirse mal al preparar la maleta. También me sorprendía el asombro feliz de quienes miraban una catedral o una vista montañosa, sin embargo, yo siempre veía exactamente lo que esperaba encontrar, sin asomo de sorpresa, o novedad, y sin ninguna emoción; además, solía imaginar lo bien que estaría en mi pueblo riojano, cuidando la huerta, pescando truchas o merendando en la bodega con los amigos. Así que, desde hace años, me dedico a ahorrar el dinero de los viajes, o a gastarlo, que, aunque no lo parezca, es casi lo mismo, y a recordar, con complacencia y afinidad, aquellos versos del poeta latino Claudiano, que dicen:

   “Feliz quien pasa su vida en los campos propios, (…)

A él, ni lo zarandea la fortuna con incómodas aventuras,

ni le sacian la sed, siempre extranjero en sus viajes,

   aguas desconocidas.”

                                                         “ALONSO CHÁVARRI”

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Por Jesús Miguel ALONSO CHÁVARRI

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