En matemáticas, hay problemas con solución comprobada, y también, otros, de los que se ha demostrado que no existe solución; pero los más interesantes, sin duda alguna, son aquellos que, estando planteados, no se les ha encontrado todavía solución o demostración. Son los llamados problemas abiertos. El llamado «problema vasco» es un problema abierto, lo cual siempre me ha extrañado, pues su solución es de manual.
Dejando de lado las causas del conflicto -nadie, que haya leído algo de historia, puede creerse esa especie, que circula en ciertos ámbitos interesados, acerca de «la histórica opresión de España sobre Euskadi»– hay un hecho incontestable: si un pueblo decide, con razón o sin ella, que quiere ser independiente, no hay forma razonable de impedirlo. Por lo tanto, la solución es bien sencilla: una ley de las Cortes Españolas que diga, más o menos, «Toda Comunidad Autónoma que decida, mediante referéndum, su autodeterminación, necesitará un X % de los votos» Póngase un X conveniente y problema solucionado.
Otra cuestión, no menor, es en qué condiciones se alcanza esa autodeterminación, porque no parece probable que, si un pueblo rechaza estar con los demás dentro de España, estos quieran estar con él en Europa, ya que todos los pueblos tienen su corazoncito; como tampoco parece razonable que las empresas nacionales, o multinacionales, de capital español, quieran mantener sus sedes en un territorio que ya no sería España. Y este mismo razonamiento, u otro similar, puede aplicarse al comercio, al I.V.A. y otros tributos, etc., etc.
En resumen, con una mayoría de votos, simple o cualificada, eso es lo de menos, cualquier territorio podría ser independiente, eso sí, seguramente, con fronteras y aranceles y, probablemente, fuera de Europa, por pura y elemental reciprocidad: si no soy lo suficientemente bueno, para que te juntes conmigo, tú tampoco lo eres para estar junto a mí.
Si Euskadi, o cualquier otra comunidad, desea permanecer en España, el pueblo español estará encantado, ¿cómo no!, de continuar la unión actual, pero si no desea permanecer en esa unidad -no de destino, sino política- que llamamos España, estoy convencido de que les abriría la puerta. Sólo hay una cosa que el pueblo español no acepta: la desigualdad ante la ley; todas las comunidades, que permanezcan en España, han de tener los mismos derechos y obligaciones. ¿Cuántos muertos y sinsabores inútiles nos habríamos ahorrado, dictando una ley así, hace treinta años? Y, además, esta solución elemental tiene una gran ventaja: no hay que negociarla con nadie.