Últimamente estamos oyendo algunas voces, reclamando la concertación del bachillerato, que, en los institutos, es el postrer bastión de una enseñanza aconfesional, como el Estado, y libre, aunque todo aquel que lo desea recibe, también, enseñanza religiosa y católica. O sea, para entendernos, hay quien pide que el bachillerato sea gratis en todos los colegios.
Ya me pareció un exceso concertar la enseñanza obligatoria, mucho más me lo parece hacerlo con el bachillerato, no sólo por lo que supone de favorecer a quien no lo necesita, sino, sobre todo, por el dispendio económico que habría de hacer el país para pagar aficiones o devociones privadas.
Los distintos gobiernos del Estado han de tener un orden de prioridades en el gasto público, en el que lo esencial vaya antes que lo secundario, y los intereses de todos han de prevalecer ante los de una parte. En un país en el que está garantizada una instrucción digna y plural para todos, con enseñanza de religión católica incluida, a pesar de ser un Estado laico, no tiene mucho sentido pagar un dineral para que, quien quiera, vaya a una enseñanza confesional o del tipo que sea, teniendo en cuenta que, en España, una mala dentadura genética puede suponer la ruina familiar, necesitar gafas progresivas puede implicar quedarse sin vacaciones, acudir a «Urgencias» puede retenerte siete horas en espera, y una operación puede regalarte meses de angustia en las listas. Si fuésemos un país riquísimo, me parecería correcta la concertación del bachillerato, pero hacerla con un dinero necesario en otras urgencias, para que, en muchos casos, sólo sirva para presumir de llevar al niño «a la privada», me parece, cuando menos, inmoral; y la presunción antedicha carece de fundamento, pues, si alguien se entretiene en confrontar datos sobre excelencia educativa en bachillerato: olimpiadas científicas, premios y distinciones en encuentros nacionales e inter- nacionales, etc., verá que la enseñanza privada no va ningún paso por delante de la pública.
Lo lógico es financiar aquello que es de necesidad y de lo que alguien carece; se pueden subvencionar los autobuses públicos, pero los taxis ha de pagarlos aquel que los coge. El dinero ha de ir a las necesidades más urgentes, a ayudar a quien lo necesita, a mejorar la «cosa pública». Y, aquel que se cree necesidades o devociones privadas, en justicia sólo debe tener un camino: pagárselas.