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Sergio Pérez

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Elogio del no pactar

Uno de los soniquetes más recurrentes entre los politólogos contemporáneos es ese del final de las ideologías. Como si ya la política fuese un juego de encajes, de piezas útiles que deben ensamblarse para poner a funcionar el negocio. Y nada más. Esto, claro está, lo dicen a modo de crítica, porque, cuando no hay ideologías, sucede que en la toma de decisiones no hay referencias estables (económicas, sociales o aun éticas). Lo que hay es mera adaptación o, como dice el eufemismo al uso, cesiones en el programa por responsabilidad de Estado, por desbloquear, por compromiso con la gobernabilidad y blablabla. Y así es que todos los partidos se reducen a una misma persistencia: que la cosa funcione.

Es cierto que, en este no pactar en el que estamos inmersos, los desmadres y recomposiciones internas de los partidos se acicalan con falsa ideología. Es cierto que unos quieren el sorpasso y echan cuentas para nuevas coaliciones; es cierto que otros quieren evitar ser engullidos por Andalucía y se anaranjan ma non troppo; es cierto que algunos fueron financiados para apuntalar gobiernos, para desbloquear, en general; es cierto que otros o son gobierno o no son… Pero más allá de estas verdades de bar –que son las más auténticas– no es menos cierto que sus discursos formales han debido afianzarse en la ideología para amparar estos requiebros interesados. Impostada o no, pero ideología. Y la ideología recoloca a los partidos según unos perfiles fijos, de tal modo que de esta sesión continua de interacciones teatrales ha quedado el poso de sus extracciones ideológicas: el deambular funambulesco ha dejado rastros de izquierdas y derechas o, como dirían los clásicos, rastros de conservadores, reformistas, revisionistas o aun revolucionarios (con permiso de los verdaderos revolucionarios, a quienes todo esto les parece una superproducción lampedusiana).

Si esto del cambio iba a consistir en un acuerdo por responsabilidad de Estado, el cambio no dejaría de ser el mismo ensamblaje de siempre con piezas distintas. En esta tourné electoral concurre –aleluya– la ideología, y esto es algo absolutamente novedoso que irrumpe en la mimetización progresiva que habían sufrido los dos grandes partidos en busca del centro. Los nuevos partidos prueban la misma táctica, pero en esta charlotada de novatos, la máscara se les ha caído cada dos por tres, para regocijo del público.

El cambio, en realidad, pasa por que los partidos no se hayan puesto de acuerdo. El cambio pasa por reconocer cada vez mejor a los contendientes no por sus programas y sus medidas estratégicas –como mercancías convenientemente enceradas– sino por cómo se ponen a raya entre sí, por ese forcejeo que deja notar sus tendencias de fondo, que serán sus políticas. El cambio pasa por valorar que, de cara a las próximas elecciones, ya sabemos algo mejor qué representan ideológicamente estos pésimos tramoyistas irredentos, que lo mismo se injurian que firman pactos efímeros con pretensión de posteridad.

En realidad, la desazón por estas nuevas elecciones no deja de ser la del consumidor que anhela un nuevo producto; la de un electorado haragán que exige novedades en el espectáculo. Nos cuentan eso de que sin pacto no hay estabilidad, no hay orden, no hay progreso (a todos se nos ocurren fórmulas políticas mucho más eficaces para conseguirlo, si ese es el objetivo); nos cuentan que vamos camino de la italianización, de un bucle de inestabilidad que hará desmoronarse al país. Se nos olvida, sin embargo, que este país ya se ha desmoronado a fuerza de estabilidad y pacto. Si el electorado quiere cambio, que asuma cierta cota de desorden por el camino y que las ideologías vayan reordenando el galimatías. Es una anomalía en la política contemporánea la posibilidad de escoger papeleta, con opciones de eficacia, entre un espectro ideológico relativamente variado. Ese es nuestro privilegio como electores. Y ese es nuestro infortunio como consumidores fugaces.

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