La historia se forja actuando, creando realidades de las cuales van surgiendo formas de vida que son adoptadas por las personas y terminan haciéndose firmes en un medio físico. Así, en La Rioja, desde tiempos prehistóricos distintos pobladores hicieron uso de los recursos y las bondades de este gran valle encajonado (aunque de vastos horizontes) entre la Sierra Cantabria y la Sierra de la Demanda, y vertebrado por el rio Ebro como canal vehiculador de vida.
Se tienen algunas certezas de los Berones, que ocuparon estas tierras pero que desconocían el embrujo de las bebidas fermentadas. Con la llegada de los romanos, río Ebro arriba desde el Mediterráneo, hasta la antigua Varia (actual Varea, cerca de Logroño); y más arriba hacia el noroccidente haciéndose fuertes en la antigua Bilibium (escenario de la actual Batalla del Vino de Haro); e incluso traspasando los Montes Obarenes y asentándose en Deóbriga, cerca de Miranda de Ebro… con ellos llegaron también las vides y sus frutos que pronto se aclimataron a la perfección por estos lares, enseñoreándose del paisaje.
Pero fue principalmente tras la Reconquista castellana, a través de la Edad Media, cuando La Rioja primigenia forjó su nombre y unió su destino al del vino que aquí se producía. Vino que se obtenía después de pisar las uvas en lagares rupestres (que todavía se pueden ver en la zona de la Sonsierra) y llevar el mosto resultante a las moradas de aquellas gentes donde fermentaba transformándose en lo que hoy llamamos vino y entonces también, pero con sentidos y finalidades muy diferentes. Para ellos el vino era sólo ese brebaje y su constituyente alcohólico, que era lo que realmente apreciaban por sus poderes eufóricos, salutíferos y calóricos. Resultó un éxito determinante, sin duda, que aquellas gentes fueran capaces de producir más de lo que consumían. Y que pudieran exportarlo al norte, allende el Toloño y la Peña Herrera.
Pero ahí se quedó la cosa durante siglos y siglos, hasta el XIX en que las cosas cambiaron. Y hoy, casi de repente, nos encontramos en La Rioja con otras formas de éxito en lo que al vino respecta. Un poco tarde y casi de sopetón nos hemos encontrado que ya no se considera al vino como nutriente parte de la dieta, ni con tintes peyorativos por el impacto alcohólico tras su ingesta. Más bien hoy se le tiene como un producto cuyo consumo reporta connotaciones lúdicas, hedonistas, cuando no signo de estatus social. Y en este sentido definitivamente La Rioja en sus vinos y bodegas, junto a las personas que efectúan los trabajos pertinentes, se están apuntando un éxito tras otro.
Ojo, nos estamos refiriendo al éxito verdadero, el que consiste en disfrutar no sólo cuando se consiguen beneficios y reconocimientos, sino mientras se está actuando, creando, dando forma y sentido a inquietudes o iniciativas vitales.
CREAR PARA VER (CLAVES DE ÉXITOS)
Rodolfo Bastida, además de Director General de Ramón Bilbao Vinos y Viñedos y Director Técnico ejecutivo de las distintas bodegas elaboradoras del grupo Diego Zamora S. A., es una fuente de sabiduría vitivinícola, adalid de un equipo humano donde impera el buen hacer y la cordura, y es también un prócer de bonhomía. Lo atestigua quien esto escribe. Actor principal en el panorama exitoso de los vinos riojanos, con su trabajo callado y constante ha conseguido aupar los vinos de de la bodega Ramón Bilbao a un nivel seguramente impensable para la propiedad cuando en 1999 esta compró una bodega inmersa en una inercia elaboradora de vinos previsibles y sin aspiraciones.
Rodolfo, después de formarse como Ingeniero Técnico Agrícola y especializarse con un Máster en Viticultura y Enología, entró a trabajar en otra bodega riojana donde se responsabilizó del viñedo y logró vinos que acertaron en el gusto de los consumidores. Ya en su actual labor creadora, de gestión y ejecutiva (él dice de sí mismo que es técnico degenerado a gestor) en Ramón Bilbao está recogiendo los frutos de unos trabajos fijados y realizados con orden y sentido:
-propiciar un cambio en la mentalidad elaboradora de la bodega
-producir vinos cercanos a los gustos actuales; vinos con mayor riqueza y expresividad
-reinterpretar los parámetros habituales, tanto productivos como comercializadores, para sacar partido al presente uso hedonista del vino
-en fin, crear tendencias como cuando saca el Crianza Edición Limitada.
Y es que, como él dice, los vinos riojanos todavía tienen mucho recorrido. ¿De qué manera? Aplicándose sólo el beneficio del trabajo honrado en equipo. A él se le permitió desarrollar sus inquietudes y ni corto ni perezoso se lió la manta a la cabeza y, realizando un trabajo básico y concienzudo, ha ido obteniendo lo mejor de cada cosecha en base a la prueba empírica fruto de la intuición: la cata de los vinos previa al ensamblaje para lograr ese vino que luego da satisfacciones. Y estas son múltiples en el caso de los vinos que elabora Rodolfo, pues no es que toque casi todos los palos sino que funciona lo que hace: lo de MIRTO es obvio, y el éxito del crianza edición limitada también, como el crianza más de andar por casa y para quienes gustan de las viejas sensaciones repletas de tonos terciarios está el Viña Turzaballa, o sea…
¿Claves del éxito? Uno: gusta de conocer el viñedo del viticultor y trabaja con él dándole recomendaciones oportunas. Dos: identifica los días de la vendimia interpretando los distintos parámetros (suelos, estilos de uvas, maduraciones). Tres: siempre separa las uvas en bodega y las trata de acuerdo a sus posibilidades, no sistematizando a priori. Cuatro: aplica a cada vino el roble adecuado pues no todos los vinos van a evolucionar mejor con el mejor roble; su máxima es: cada vino el tiempo correcto en el contenedor correcto. Cinco: producir vinos no para mercados estándar sino para satisfacer distintas expectativas. Seis: control del enfoque comercial en todos sus aspectos, desde el del diseño de las etiquetas al de la comunicación (es importante transmitir que quien compra sus vinos está consiguiendo más por menos).
En el juego posibilista que Rodolfo baraja en Ramón Bilbao con maestría, hay incluso cartas para elaborar vino Kosher (vino apto en la religión judía), otro reto y acierto que extiende el nombre de la bodega y le da renombre, aunque no deja de tener su gracia que en ocasiones reciba mayor trato mediático este simple hecho y no tanto cuando se logran hitos sustanciosos.
Mirto es, seguro y por méritos propios, uno del puñado de vinos que visten el nombre de RIOJA con caracteres dorados para lucirse por el mundo amante de los vinos. Mirto representa en su concepción y en su potencial expresivo la riqueza y el carácter genuino de la rioja alta. De raíces tradicionales pero con aires modernos, este 2005 presenta un color rojo picota con ribetes amoratados, y he decir que si en el color de un vino tinto debe primar el concepto “saturación de color” como factor predominante para identificar las características de riqueza organoléptica del mismo, en este vino se da intensidad, buen grado de saturación. En nariz apuntan tostados que apenas interfieren con notas frutales exuberantes: frutos negros de bosque como la endrina, el casis, junto a otras florales: violetas, clavelinas. Chocolate negro con un fino toque lácteo junto a especiados apenas insinuados; y destacar también esas notas minerales de pedernal. O sea, óptima fruta y roble óptimo. Su entrada en boca es sentida, con taninos dulces, de un cierto carácter lenitivo, y a la vez es un vino ágil en el paso de boca y ahí radica su magia inverosímil: tempranillo de viñas muy viejas en el límite de la zona de cultivo de La Rioja. Y catorce grados perfectamente arropados por una acidez embaucadora que regala el paladar inundándolo de frescor. Vino vivo, con agradables sensaciones sápidas y finura en el posgusto que lo convierte en un gran vino gastronómico. Precisa tiempo pero ya está para gozar.
POR AMOR AL ARTE (AUTODIDACTA)
Corría el verano de 2001 y yo estaba trabajando en un establecimiento hotelero de Laguardia. En algún momento apareció por el restaurante una botella de vino desconocida, PUJANZA 1998, aunque el elaborador (para mí igualmente desconocido) era Carlos San Pedro, hijo de quien durante años fue alcalde de Laguardia. Le hice la cata al vino y me gustó, claro, pero lo que mejor recuerdo es que por el carácter y perfil del vino –aunque matizado por una crianza de corte clásico- deduje que su hacedor tenía que ser un tipo joven. Una tarde de ese otoño previa a la vendimia pregunté por él, me dijeron que andaba por los viñedos que se encuentran por detrás del Poblado de La Hoya y allí que me fui hasta encontrarlo en una viña catando uvas.
¿Ha triunfado Carlos San Pedro en sólo un puñado de años viendo sus vinos proyectados a la fama nacional e internacional porque pertenece a una saga familiar en donde –como le dijo su madre ante su primer vino: “Hay pujanza”-; o porque en verdad hace muy buen vino fruto de muy buenas uvas; o porque ha sabido explotar sus innatas condiciones en las cuales han venido a confluir juventud, pujanza, entusiasmo, ganas de hacer bien las cosas y dar la cara ante los medios? Supongo que un poco de todo eso hay. Sin embargo, a la hora de fijar cual es la verdadera seña de identidad de su corto pero fulgurante y conceptual éxito lo que encuentro es algo singular, personal: una fuerte motivación y un empeño autodidacta por crear vinos que expliquen el paisaje único de Laguardia.
Hermano menor de una familia donde todos están ligados al vino, Carlos además era el rebelde de la casa por querer ir contracorriente. Más bien tímido y parco en palabras, no obstante me lo encontré en la pasada edición de Fenavin compartiendo mesa y micrófono con el responsable de Vega-Sicilia y con Alvaro Palacios. Pero él se mueve mejor por entre las viñas de su amado entorno vital de Laguardia; y su empeño es llegar a entender al tempranillo –variedad versátil, delicada, caprichosa- que reina por toda la zona de la sonsierra alavesa. Porque las cosas son así: conociendo qué sucede dentro del suelo (esos terrenos tan cambiantes de la zona) con la parte subterránea de la cepa, y a la vez gestionando la parte aérea de la misma para optimizar su desarrollo en aras de conseguir esas apetecidas uvas con la adecuada madurez polifenólica… luego quedará otra, sí, las vinificaciones para obtener expresión y elegancia en vinos de largo trayecto. Vinos, por otra parte, que se quieren mirar en el pasado de la rioja previo a la industrialización de los años setenta del siglo anterior, cuando se hacía vinos intensos, finos y elegantes y de vida larga que provenían de pagos específicos y reconocidos en cada pueblo.
Las tipicidades del tempranillo; vinos con identidad propia; cederle el protagonismo al paisaje –parcelas, exposiciones, altitudes, variables climáticas- junto al suelo como hecho diferencial de la zona. Y en última instancia el empuje por lanzar la Sonsierra, ha logrado en unos años que los medios se fijen en sus vinos y le presten atención. Estas son probablemente las claves de su asentamiento (pienso que definitivo) en la parte más alta de las puntuaciones de las guías especializadas. En realidad son tres vinos: Pujanza, que expresa distintas sensibilidades del tempranillo. Pujanza Norte, prototipo de lo que serán los Vinos de Pago en La Rioja cuando alguien se atreva a dar el pistoletazo de salida. Y Cisma, una bomba con efectos retardados.
Curiosamente hoy en día en el mundo de los vinos (al menos aquí en La Rioja) nos encontramos –o mejor, se encuentran cierto espectro de consumidores- con la circunstancia de que un cierto número de bodegas y los vinos que elaboran van por delante de los gustos asimilados. Ofrecen vinos al mercado llámense de corte moderno, o simplemente elaborados con exquisita asepsia, utilizando roble nuevo y buscando la expresión frutal… que dejan a un buen pelotón de aficionados de la vieja guardia un tanto descolocados. Bueno, es cuestión de ponerse al día. Tanto los vinos de Abel Mendoza (que referenciábamos en una ocasión anterior) como los de Carlos San Pedro están en esta línea. Ahora probemos este PUJANZA 2005, expresión de distintos comportamientos de las uvas de tempranillo en una elaboración y ensamblaje imagino distinto a aquel primer 1998.
El vino, para estar en su cuarto año, presenta un color inalterado: bien cubierto y con abundancia de tonos púrpura. Es verdad que necesita tiempo pues en nariz ahora mismo le cuesta soltar todo lo que tiene. Aparecen primero notas de fresca serrería que luego dejan paso a otras de una finura y perfumes florales (violetas, peonía) evidentes. La fruta se muestra con recuerdos de frutos rojos silvestres; apuntes de regaliz y de especiados engarzados con olores propios de sotobosque. Y más cosas. Suave en la entrada, despliega intensos sabores con acidez manifiesta; estructurado con buen peso de fruta y un posgusto aún por pulir. Obviamente la retronasal, además del toffee que ahora se percibe, se hará más profunda. Es, como digo, un vino en busca de querencias. Seguro que las encontrará pues está muy rico. La línea argumental es similar, pero las formas definitivamente son otras a las de aquel primer 98.