¿Hablamos de miel? Vale, pero hablemos del medio natural primero.
Para ello hagamos un pequeño (o grande, según se mire) esfuerzo evocador e imaginemos cómo era el paisaje de La Rioja, de la rioja alta en particular, hace ochocientos o mil años. Imaginemos cómo era la zona de Cuzcurrita y Sajazarra, a los pies de los Montes Obarenes; y más al sur, de Sto. Domingo de la Calzada a Ezcaray hacia la Sierra de la Demanda: vastas dehesas vírgenes con algún que otro poblado, un auténtico vergel donde el sotobosque reinaba. Encinares, robledales, hayedos y otras especies arbóreas junto a arbustos de todas clases, brezos, retamas y un sinfín de plantas aromáticas como el tomillo, el espliego, el cantueso, que medraban bajo la cubierta protectora de las hojas perennes de las encinas, propiciando una suerte de ambiente idóneo a ras de suelo y una riqueza biodiversa que hoy no podemos por menos que añorar.
Luego fue llegando la deforestación progresiva. Esas grandes dehesas intocadas por la mano del hombre tenían sentido: los pocos bueyes que ayudaban a los labriegos en sus escasas haciendas necesitaban ese ecosistema para alimentarse, como el resto de las especies pobladoras. Más tarde, con las repoblaciones, llegarían los caballos, las quemas de monte, las roturaciones para ganar terreno y sembrar cereales para alimentarlos a todos. El que también llegara la vid, a la sazón no dejó de ser anecdótico: el vino era la parte dionisíaca (¿demoníaca?) de la vida de las personas de entonces.
Tras la Reconquista Castellana llegaron las órdenes monacales fundando monasterios y adueñándose de las tierras. Y ahí vemos cómo tal sucedido –que se extendió a través de siglos- casi de igual manera (aunque por distintas razones) al caso del vino, fue el principio del despegue de la apicultura digamos profesional. Desde tiempos inmemoriales, claro, las abejas -esos animales disciplinados, organizados y selectivos en su trabajo- utilizaban los huecos en los troncos de las viejas encinas que poblaban los montes y las dehesas de la zona para construir sus panales y almacenar la miel. Según los monasterios fueron ganando peso, acercaron las encinas a sus jurisdicciones para controlar y facilitar la extracción de la miel. Murió así la apicultura silvestre para dar paso a la apicultura tanto fijista como movilista que se practica en la actualidad; lo demás ya es historia.
Paradójicamente hoy en día el apicultor está más valorado (incluso subvencionado por la Unión Europea) por su labor como pastor de las abejas con las que trabaja que por la miel que produce. ¿Cómo es esto? Las abejas son el ochenta por ciento de los agentes polinizadores, y por su tarea selectiva en la polinización de las plantas (recordemos que la polinización es un proceso fundamental para el mantenimiento de la biodiversidad en el planeta Tierra) reportan un beneficio incomparable para el medio ambiente, tanto, que se estima que la disminución de la actividad apícola traería consigo una importante pérdida -del orden del cincuenta o sesenta por ciento- de las especies que forman el ecosistema del sotobosque.
RIOJAMIEL
Bueno, vamos a hablar de la miel de La Rioja. Lo hacemos de la mano de Matías Esteban, apicultor por tradición y vocación con un profundo amor por su tierra y un fino y sensible sentido de lo que significa eso que ahora llaman sostenibilidad en la explotación de los recursos naturales, y que no es otra cosa que sentido común y armonía entre los pobladores de un medio natural. Matías es de Zaldierna, aldea próxima a Ezcaray, aquí regenta El Colmado vendiendo su miel junto a buenos vinos y una selección de Productos de La Tierra. En plena Sierra de la Demanda, Ezcaray tiene un encanto especial que no deja indiferente a nadie que por allí se acerca (prueba de ello es su primacía como destino turístico de referencia en La Rioja).
Esteban y su esposa en la puerta de su colmado, en Ezcaray
Según Matías, el trabajo con las abejas es complejo, laborioso y sacrificado a lo largo del año y sobre todo en primavera y otoño, cuando se procede a la extracción de la miel de los panales que fueron convenientemente plantados de acuerdo a los tiempos de floración de las distintas plantas. En La Rioja el brezo (los distintos tipos de brazo) predomina en un gran porcentaje. Brezos que dan mieles ricas en minerales, puesto que la planta tiende a desarrollarse en sitios agrestes y pizarrosos. También se recolectan mieles como la de zarza (moras), algo de roble y encina, la de plantas aromáticas (tomillo, etc;) y las de flores de las riberas del Ebro.
Estos distintos tipos de miel (árbol, arbusto, aromáticas y de flores), junto al orden de floración de las distintas especies y la labor y comportamiento de los animales, son los factores determinantes que caracterizan las prestaciones organolépticas de la miel a la hora de su análisis sensorial. En mi opinión la cata de mieles es complicada pues hay que saber sustraerse al impacto que el dulzor produce en lengua.
En fase visual sobre todo lo que se debe considerar es cómo el color indica la procedencia: mieles oscuras provienen de árboles, de bosque; mieles rojas suelen ser de arbustos; y las doradas o claras proceden de las libaciones en plantas aromáticas y/o flores. El aspecto general y el grado de licuación también tiene su importancia.
En cuanto a la nariz lo primero a destacar es:
1-las mieles se califican fácilmente pues huelen igual que la planta de procedencia,
2-la intensidad y complejidad de los aromas tiene relación directa con el período de floración de la planta: si es corto y estacional, será mucho más rico.
Las mieles de verano florales nos van a dar notas limpias y agradables (peras). Las de primavera presentan aromas intensos ya que los arbustos florecen con mucha pujanza y en corto espacio de tiempo. Las mieles no florales de mielatos final de verano dan tonos amaderados, balsámicos a veces. En boca es obvio que se debe buscar el dulzor pero integrado y equilibrado junto sensaciones táctiles (textura y fluidez palatal); y la retronasal suele ser potente. Que la miel sea golosa, envolvente, dúctil; y ojo a una cierta acidez y mineralidad que le proporciona enjundia.
Breve cata de mieles de Matías. Romero: muy aromática, limpia, pera y notas oleosas. Roble: muy dulce, compleja, resinosa. Encina: profunda, sirope, madera y notas de acidez increíbles. En cuanto a la miel que aparece en el tarro de la foto: miel de tonos pardos, bien diluida; aromas que recuerdan a manzanas caramelizadas, con notas intensas de fresas silvestres y un fondo amaderado; finísima en boca con un dulzor subyugante que se proyecta al fondo del paladar; y una textura apenas aprehensible de lo suave que es.
Un último alegato a favor del consumo de miel. Tomarla significa remontarse a principios básicos de alimentación primitiva, natural. Con sus evidentes poderes alimenticios y preventivos para la salud, ya desde niños la familiarización con su ingesta resulta todo un éxito de asimilación de sabores auténticos, amor por la naturaleza y sano disfrute de placeres elementales. Que así sea.