El dormitorio del yayo Tasio es un espartano habitáculo de un cuarto piso sin ascensor donde, además de la cama, sólo cabe una descascarillada sillita de mimbre y una cómoda que reclama hace años una buena mano de barniz. En el primer cajón apila la muda limpia y su colección de boinas. En el segundo, media docena de trajes de tergal anticuado. El tercero, simplemente, hace las veces de desván donde acumula los cachivaches más insospechados que ha ido cosechando aquí y allá.
Esta mañana lo ha abierto para rebuscar entre la montonera algunas de las piezas más cotizadas. De ahí ha sacado un palito plano de madera con que el médico indaga en la garganta y le explora las amígdalas. Junto a ello ha extraído la bata que le colocaron la única vez que estuvo ingresado por una mala caída cuando iba de caza por el pueblo. Uno de esos pijamas asabanados con el logotipo del hospital, que por más que se ataba a la espalda siempre le dejaba el culo al aire. De aquella época también guarda un paquetito de galletas rancias que le ofrecían para remojarlas en el café con leche vespertino. Su selección se ha completado con un blíster de anticoagulantes que le recetó el especialista pero siempre se negó a tomar. El abuelo lo ha metido todo en la vieja maleta de hebillas que nunca ha usado, y cuando me he llegado a casa para ver cómo anda me lo ha regalado ceremoniosamente. «Toma, para que en el futuro recuerdes qué hubo una sanidad pública».