La desconfianza innata del yayo Tasio no es incompatible con una generosidad primitiva gestada durante sus años mozos en el pueblo, cuando la necesidad hacía que un corrusco de pan pudiera dar de comer a diez y siempre había alguien al lado para que el otro no cayera. Será por eso que el abuelo ha respondido a la avalancha de pedigüeños que salpican estos días las calles dándoles unas pocas monedas. No sabe exactamente si detrás de cada quejido lastimero hay una verdadera historia de angustia o sólo un cebo impostado al corazón de los transeúntes, así que para no equivocarse regala unos céntimos a todos los indigentes con que se topa. Aligera la cartera lo mismo para el lisiado que muestra las llagas del pecho que al que se parapeta tras un cartel mal escrito en el envés de un cartón. Le da al extranjero que bisbiseaba una letanía a su paso igual que al padre de familia numerosa sin paro, techo ni esperanza. Al músico callejero que perpetra algún hit con un organillo desafinado, y también al que le ruega un euro con que sufragar el billete a algún lugar mejor. Ayer, cuando llegó a casa tras su paseo matutino reconvertido en periplo altruista, cayó en la cuenta de que ya no le quedaba ya nada en el bolsillo. Lo único que estaba lleno era el buzón, pero de facturas cada vez más abultadas y el famélico extracto de su pensión. Buscó en la cocina una escudilla honda y se bajó con ella hasta el portal. Esta mañana, cuando he ido a visitarlo, el recipiente seguía vacío.
Fotografía: Juan Marín