Hasta hace cuatro días, el yayo Tasio era un viejo vigoroso y espléndido al que nadie echaba la edad que realmente tiene. Subía las escaleras de dos en dos, se comía la grasa de la panceta y en su cumpleaños nos invitaba a toda la familia a una caparronada que pagaba a tocateja con un billete de 500. Una mañana, al comienzo de la crisis, empezó a sentir una inquietante molestia en la parte izquierda del pecho. El médico de cabecera le remitió al especialista, que a su vez le ordenó hacerse un TAC. La mancha que aparecía nítidamente en la pantalla no dejaba lugar a dudas en el diagnóstico: pobreza aguda. El doctor le sometió a un tercer grado para descubrir el origen de la patología. ¿Se ha hipotecado en un apartamento en la playa que nunca necesitó? ¿Cuántas preferentes compró a su banco de confianza de toda la vida? ¿Ha pagado alguna vez en negro para escamotear a Hacienda? Y, sobre todo, ¿votó alguna vez a Zapatero? El yayo no tuvo opción de negar cada una de esas preguntas retóricas ni perjurar que siempre ha sido un ciudadano cumplidor con la normas y el civismo. El médico le impuso un estricto régimen que incluyó unas grajeas de copago en los medicamentos, supositorios de pensión menguada y unas gotas más de IVA para vivir al límite. Le despidió de la consulta con un despectivo «pero si es que no se puede vivir por encima de las posibilidades» que le dolió mucho más que la punzada que aún nota bajo las costillas cuando cambia el astro.