El yayo Tasio sólo ha pisado los juzgados en una ocasión durante su larga vida. Fue una vez que tuvo que bajar del pueblo a Logroño a ver a su hermano ingresado en el hospital y, casualidades del destino, vio cómo un coche se llevaba por delante a una mujer que cruzaba la carretera sin mirar dejándola maltrecha. Por esas cosas de peritos y aseguradoras, la Policía le pidió los datos y una mañana fría le llamaron para ratificar todo lo que le preguntaba un señor circunspecto. Para alguien tan gris como timorato, aquella experiencia le llenó de inquietud. Al abuelo le acongojó el arco de seguridad donde tuvo que dejar la calderilla que llevaba en los bolsillos antes de acceder a los juzgados. La cara del agente apostado en la entrada principal que taladraba con su mirada a cada visitante. Los fluorescentes parpadeantes, los legajos arrumbados en una sala angosta, la rigidez de la silla en la que le indicaron sentarse, la voz sin alma del letrado preguntándole obviedades. Por eso, cuando últimamente ve el desfile de personalidades teniendo que acudir ante los jueces se sorprende de tanta naturalidad. Y le estremece que algunos lo tomen como un insípido trámite. Que franqueen las puertas de los tribunales igual que quien va a hacer la compra al supermercado o saluden a la concurrencia como si nada. Porque el yayo es miedoso pero cabal, y sabe que la mejor forma de evitar pasar ese trago es no tener ningún motivo para ser reclamado y cruzar siempre por los pasos de cebra.