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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Figuras del belén

Entonces la Navidad cabía en una caja rectangular de zapatos con las costuras entreabiertas que el yayo Tasio guardaba en lo alto del armario de su viejo dormitorio. Cada primero de diciembre pasaba por su casa, el abuelo bajaba la caja que había acumulado el polvo de un año entero y volcaba el contenido sobre la colcha de la cama. La Navidad era unas pocas figurillas de plástico de entre las que hace años había desaparecido el rey Baltasar y una legión de pastores. También había un pesebre con un niño Jesús desmesurado y tuerto y metros de espumillón arrebujado que al extenderlos se deshilachaban. Era un belén feo. Nada que ver con esas virguerías de cerámica y expresión beatífica que las tiendas caras del centro empezaban también a exhibir en sus escaparates. A mí, sin embargo, me fascinaba. El carácter un poco ácrata de Tasio, pero sobre todo la escasez de elementos y la estrechez de la mesita del teléfono que el yayo quitaba para acomodar el belén durante un mes, invitaba a colocar a cada personaje al tuntún. El resultado era una abigarrada escena que ni el musgo, ni el papel albal que intentaba simular el riachuelo, ni la harina que el yayo derramaba como colofón para impostar la nieve salvaba de la distopía. Año a año el belén va menguando. Ovejas, pajes y romanos siguen desertando misteriosamente y el espumillón es ya un hilillo ralo. Aún así, sigue siendo mi belén favorito porque conserva la pieza que más adoro: el yayo Tasio.


enero 2015
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