Que mi madre me diera unas pesetas para bajar a comprar mortadela hubiera resultado banal si no fuera porque yo tenía sólo seis años y jamás había salido solo de casa. En su orden no había ninguna estrategia psicopediátrica para fomentar mi autonomía personal ni alguna clase de interés soterrado por acelerar mi madurez. Simplemente, aquel día se había olvidado de mi merienda y a esas horas andaba demasiado liada como para ir ella misma a la tienda de la esquina. Fue darme la calderilla y empezar a sudar. Visualicé en mi cabeza de niño el trayecto que iba desde mi habitación hasta las estanterías de aquel minúsculo comercio de barrio que había frecuentado mil veces junto a un adulto y, de pronto, las distancias se agigantaron. No sólo unos pocos metros me parecieron kilómetros escarpados, sino que el pasillo de mi casa, la escalera que desembocaba en el portal, el tramo de calle que lo separaba de mi destino y hasta la sonrisa de la tendera que siempre habían desprendido amabilidad adquirieron una hostilidad feroz. Un poco para no parecer un crío y un mucho porque nadie iba a compadecerme, agarré el dinero y salí corriendo a por el embutido. En el viaje intuí fantasmas. Oí puertas chirriantes. Voces ajenas. Respiraciones metálicas. Todos los cuentos de terror se agolparon sobre mí en los segundos eternos que me costó hacer aquel insignificante recado que, eso sí lo recuerdo muy bien, me quitó de cuajo las ganas de comer aquella tarde.