Sin previo aviso y con mucho misterio, el yayo Tasio pidió una mañana hace muchos años que me calzara para salir juntos de casa. Asido a su mano arrugada, empezamos a caminar hacia los límites de la ciudad un mocete en pantaloneta y un viejo taciturno. No abrió la boca en todo el trayecto y en su cara llevaba tatuado ese aire de solemnidad que gasta cuando rumia algo trascendente. El destino resultó ser la destartalada huertita que cuidaba a veces al lado del río, donde ahora se levanta una urbanización más, y en la que mataba el tiempo arrancando malas hierbas o mirando colorear los tomates. Frente a un semicírculo de ladrillos ennegrecidos que había improvisado a modo de barbacoa me ordenó colocar una gavilla de sarmientos resecos y prenderle fuego. Colocamos a cuatro manos la parrilla encima de la lumbre y al rato la limpiamos con un manojo de periódicos viejos. El ritual continuó sacando del morral que siempre llevaba al hombro una docena de chuletillas de leche, varias tiras de panceta y media careta. Me enseñó ceremoniosamente como distribuir todo a en la parrilla y volvimos a colocarla sobre las brasas aplanadas. Observamos en silencio como la carne empezaba a gotear y el aire se llenaba de un humo salado que me hizo salivar. Después de otra media vuelta a pulso abrió la parrilla y trasladamos en clucillas la manduca a un plato. Mientras rebañábamos los huesos, me preguntó si había aprendido. A partir de ahora, dijo, te tocará asar a ti.