Un miedo compartido es infinitamente más poderoso que cualquier afecto singular. Un gesto personal de solidaridad, un particular guiño de cariño, un triunfo íntimo carecen de la vitamina de la cohesión. Donde realmente la manada se siente una es ante el pánico. Un pegamento que se hace mucho más adherente cuanto más ajeno e incomprensible. Nada mejor que una enfermedad ignota para disparar las alarmas entre la grey, reunirse en fila para compartir la inquietud como cuando suena la sirena del recreo. El grupo tiene fantasmas inaprensibles entre los que elegir. Cuando las vacas locas descansan en la hemeroteca y ya nadie se acuerda del ébola asoma el zika. Creutzfeldt-Jakob, ébola, zika. ¿Quién bautiza con tanto tino el espanto? Basta deletrearlos para experimentar un respingo. Excusar el interés por saber qué son, cómo actúan, dónde vienen para hacer un frente un común espontáneo y febril. El miedo al miedo encuentra la puerta abierta de par en par cuando llama al timbre. Aunque no se quede en casa. Mientras habita lejos es sólo un miedo a medias. Medio miedo. Si el infectado no tiene rostro, si la microcefalia está en otras placentas, el rebaño sigue paciendo plácidamente por los rincones de un prado blindado. Saber perjudica seriamente la salud. Si se oculta una sospecha, hay quien ve razones para el miedo. Si se dan detalles de la nada, hay quien ve razones para el miedo. El auténtido virus es la ignorancia. La única vacuna recomendada, la información.