Le informo al yayo Tasio al calor del brasero que mantiene prendido todo el invierno de que existe un fenómeno bautizado como hiperpaternidad. El abuelo me mira con una cara que no alcanzo a interpretar si es de extrañeza o incredulidad cuando le explico que consiste en la fijación de muchos padres modernos por modelar unos hijos extraordinarios. Para alcanzar ese grado de perfección, se les introduce casi sin destetar en una carrera de fondo para formales en todas las destrezas que los nuevos tiempos obligan. El chaval se convierte en un amasijo de arcilla al que se le saca de la urna de protección extrema para moldearlo con entrenamientos de fútbol y/o gimnasia rítmica, cursos de natación, clases de informática, talleres de pintura, lecciones de música y, por supuesto, cuatro horas a la semana en una academia de inglés. Tasio me interrumpe tímidamente para suspirar que cómo cambian las cosas. Que a él y la recua de hermanos sus padres le hacían el caso justo porque no había dinero, tiempo ni tantas oportunidades, y que lo más parecido a una actividad extraescolar consistía en sacar a pastar las ovejas que guardaban en un corral junto a las eras nevadas. Asiento y le garantizo que yo no soy igual que esos padres obsesivos, aunque mis niños no tienen un minuto de respiro y cuando sean mayores les mandaré una temporada al extranjero. El bilingüismo y tal. A Tasio sólo se le ocurre aconsejarme que no olvide meterles una chaqueta gorda en la maleta. Por si hace frío también más allá de los corrales.