Los grandes edificios que acogen cientos de personas a diario para ofrecer los servicios más diversos son mucho más que un puñado de ladrillos apilados para un uso concreto. En su radio de acción se genera actividad, la sangre fluye y alrededor brotan otros negocios complementarios que juntos agitan el entorno. Sin embargo, la misma efervescencia que irradian esos focos de dinamismo se agota en cuanto sus puertas cierran. De la noche a la mañana, zonas que hasta entonces marcaban el pulso de la ciudad quedan moribundas. Los viandantes dejan de pasar por esas calles, los comercios huyen, los vecinos pasan de habitar enclaves de referencia a ángulos muertos del espejo urbanístico. No hace falta viajar muy lejos para comprobarlo. Sucedió con el área de Calvo Sotelo cuando Maristas se mudó al extrarradio. También los aledaños del San Millán se marchitaron cuando el gran hospital se trasladó al barrio de La Estrella. La riada de entusiasmo en los nuevos emplazamientos son surcos de sequía en los que dejan de serlo. No es suficiente que los grandes proyectos, el anuncio de infraestructuras de postín, vayan acompañados del (ingente) dinero que costará ni los plazos (siempre morosos) del final de las obras. El pliego de condiciones debería recoger además del pecho inflado de los promotores un epígrafe que redefina los usos del edificio que suple y garantice la continuidad de la vida en la zona amputada. La obsoleta estación de autobuses o el viejo Palacio de Justicia ya hace tiempo que lo demandan.
Fotografía: Díaz Uriel