Fue despertar y sufrir un súbito acceso de ruralismo. Desayunó liviano, desempolvó las botas de monte que llevaba años sin calzarse y enfiló el coche más allá de los límites de la ciudad aprovechando que el día aún estaba por clarear. En su brújula, un único afán casi irracional: respirar aire puro, reconciliarse con la naturaleza, canjear el ruido de los motores por el canto de unos pajaritos. Se desvió de la nacional, tomó una carretera secundaria y llegó a una aldea que parecía cumplir sus expectativas. La mayoría de las casas tenían las fachadas desconchadas, la fuente manaba un agua helada por un caño preñado de liquen y las campanas de la iglesia llamaban a misa de 9. Nada de esos pueblos rehabilitados con geranios en todas las ventanas, casa rural con chimenea y un frontón cubierto. Empezó a recorrer las calles empedradas, pero le pareció insuficiente. El cuerpo le pedía una dosis de genuina España vacía. Volvió a coger el volante y se adentró por el primer camino sin asfaltar que descubrió. Uno de esos polvorientos con aulagas en los costados y piedras que golpean en los bajos en cada curva. Al girar por una de ellas, se la topó de frente. Los cuernos afilados, la mirada torva, la cola golpeando intermientente en el lomo para espantar las moscas. Una vaca (¿o era toro?) que se giró hacia él con tono amenazante sin dejar de rumiar en cuanto notó su presencia ajena. En su manual de impostado amante del campo no había respuesta. Descartó apretar el claxon, comprobó que no podía rodearla. Cuando la res enfiló hacia a él como preguntado qué carajo hacía allí invadiendo su terreno, comprobó de que aquél no era lugar para urbanitas ignorantes. Se quitó un brizna de hierba de la boca y dio medio vuelta.
Fotografía: Sonia Tercero