El yayo Tasio conoce un sitio precioso, idílico, de una belleza casi trágica. En la familia intuimos que debe estar cerca de su pueblo porque a ninguno nos consta que durante su juventud haya ido mucho más lejos, pero no ha dicho a nadie dónde se ubica. Ni siquiera yo he podido sonsacarle las coordenadas de ese enclave tan maravilloso que según el abuelo es capaz de colmar las expectativas del viajero más exigente. Su descripción le da la razón. Cuenta que desde allí la llegada de la noche es una experiencia cautivadora y los amaneceres, esos momentos únicos que las personas dejan archivados en su memoria para el resto de sus vidas. La paz que contagia, según dice, no tiene parangón. Ríete tú de esas islas varadas en mitad del océano que las agencias de viajes venden a doblón como el súmmum del relax. El silencio en este paraje al que sólo el yayo es capaz de acceder es tan profundo que hace daño en los oídos. Da igual hacia donde mires si estás allí. Desde cualquier ángulo la cámara toma encuadres sublimes, paisajes tan bonitos que estremecen. A su alrededor discurren rutas que uno no se cansa de andar y la naturaleza que circunda resulta tan salvaje, tan virginal, que si la miras parece que la estrenas. La gastronomía es exquisita, los lugareños hospitalarios, el encanto de sus calles magnético. A cada trazo que Tasio pinta sigo tirándole de la lengua para que me desvele dónde está, cómo puedo llegar este verano. Nunca me lo dirá. Ni a mí ni a nadie. Se lo guarda para él. Aunque ya es tan mayor que nunca volverá a ir. Sólo así lo blindará de convertirse en otro mágico edén más embrutecido por el estrés de los selfis, las colas infinitas y la obsesión del turista por masificar lo que es único.