El yayo Tasio asiste con una mezcla de atracción y escepticismo a la pirotecnia desplegada por el nombramiento de un nuevo papa. Igual de prevenido con los asuntos terrenales que con los designios celestiales, el abuelo filtra la catarata de informaciones y comentarios sobre Francisco como el entomólogo que observa a través de un cristal aumentado la capacidad que otorga la fe a los creyentes para asumir una cosa y la contraria. Recuerda el yayo con la congoja de saber que más pronto que tarde él se verá en la misma situación, cómo Juan Pablo II aparecía a última hora de su mandato en el balcón de San Pedro con la cara desencajada, el cuerpo tembloroso y el hablar roto. Aquella exhibición pública de un hombre mayor al borde la muerte era entonces oficialmente una muestra de fortaleza y compromiso cristiano. La histórica renuncia después de Benedicto XVI antes de morir ha resultado también otro ejemplo, pero esta vez de honestidad al confesar que sus fuerzas no son las suficientes como para sostener un trono pesado y exigente. Una flexibilidad tan confortable como sostener que el academicismo y la mano dura de Ratzinger eran lo que necesitaba entonces la Iglesia como ahora requiere la cercanía y austeridad de Bergoglio. Para proximidad, Tasio prefiere la del cura de Cenicero que ha colgado un poema en su parroquia censurando los abusos del poder y la banca. Yo me quedo todavía más cerca, y prefiero a Tasio porque sólo creo que creo en el yayo.