Si con el guirigay festivo no ha tenido ocasión de ver la fotografía que ilustró la portada de este periódico el pasado miércoles, se la describo en menos de mil palabras. La imagen, tomada desde cierta altura, retrata a un toxicómano con la cabeza gacha mientras se inyecta una dosis sentado contra la tapia desconchada del antiguo solar de Maristas. Justo al otro lado de la pared, un niño circula alegramente con su bicicleta ajeno a lo que sucede a escasos centímetros de donde juega. Se trata a mi juicio de una de las mejores instantáneas publicadas en la centenaria historia de este diario y quizás muchos otros. No sólo por la crudeza de la estampa, la pericia del autor o sus cualidades formales. El principal valor de la imagen es su condición de metáfora. La constatación de que existe un muro cotidiano tan ajado como el que separa a los protagonistas de la escena y que impide ver lo que no se puede (o quiere) mirar. Y todo eso sucede, además, en el mismísimo corazón de un Logroño que alardea de ser una ciudad amable y acogedora. La capital de las orejas rebozadas y el chorramasdá, donde sigue demorándose una solución al erial que dejaron los Maristas cuando se marcharon al sur. Un boquete que ha marchitado la actividad de las calles adyacentes gracias a una desvencijada pared que separa dos vidas paralelas (una invisible) permitiendo una vergüenza frente a la que no se oyen las más de mil palabras que vale una foto, sino solo tres: viva San Mateo.
Fotografía: Juan Marín