No tengo miedo al ébola. O mejor dicho, le tengo el mismo respeto ahora que cuando los efectos del virus ocupaban una parte residual de los informativos porque era un drama acotado a uno de esos rincones del tercer mundo que casi nadie sabe situar en el mapa y los muertos no tenían nuestro color de piel. La histeria desatada ante la confirmación de que la enfermedad ha llegado a las puertas de casa demuestra que la magnitud del pánico se mide sólo por la proximidad del enemigo, por la percepción de que el próximo no será aquél sino que puedo ser yo. El cascarón del que nos creíamos rodeado es ahora vulnerable. La cámara de seguridad puede ser perforada por lo desconocido y aquellas imágenes de destartalados hospitales en Sierra Leona o Liberia con enfermos aislados, saltar de la pantalla hasta nuestro salón.
No tengo miedo al ébola. O mejor dicho, me provoca inquietud las continuas llamadas a la tranquilidad cuando se sabe que no se sabe casi nada sobre cómo enfrentar una patología que lleva décadas matando en África. La única reivindicación posible es la prudencia. Aprender, cómo han estado haciendo los afectos más allá de nuestras acolchadas fronteras, a convivir con la esperanza de que el remedio esté próximo. Y en eso, partimos con ventaja. La maquinaria se ha acelerado para dar con una vacuna que quizá ataje el ébola que ha aterrizado en occidente, aunque nunca podrá curar el auténtico mal del primer mundo: el miedo.