El yayo Tasio se topa con él cada mañana que cruza por la estación de autobuses. Es negro como el tizón, va abrigado hasta el cuello y en su mirada ha llegado ya el otoño. En una mano lleva una bolsa de rafia arrugada con el logotipo de un supermercado cercano. En la otra, un manojo de cartones que dobla meticulosamente después de lavarse en la fuente junto a la que duerme cada noche a la intemperie. En el capazo que le hace las veces de maleta asoma lo que parece que un día fue una manta recia. Por el ruido que hace al posarla en el banco donde se sienta a pasar el día, dentro debe guardar un vaso metálico, algún plato abollado. Tal vez una sartén rescatada de no se sabe dónde. Sobre la madera extiende una servilleta que hace también las veces de mantel. Extrae de la bolsa media barra de pan y empieza a comerla con parsimonia, pizcando las escasas migas que se escapan al hambre. No está solo. A su alrededor hay otros como él. Decenas. Comparten color de piel, manos curtidas en vendimiar a destajo y ganas de ganarse un jornal. Tasio supera la tentación de observarles como hacen el resto de los transeúntes, que cada vez que llegan estas fechas les confunden con parte del mobiliario urbano. Se siente impelido de preguntarles si son de Pedro Sánchez o Susana Díaz. Si están por un congreso exprés o crear una gestora. Si creen conveniente abstenerse o son partidarios de unas terceras elecciones. Si, en definitiva, agota más cortar uvas o sufrir el inmenso caos que les ignora.
Fotografía: Juan Marín