Hágase con uno. O hasta con varios. No es ni siquiera obligatorio que lo compre. Puede tomarlo prestado temporalmente de una biblioteca pública y, en caso de que tenga un sentido extremo de la propiedad y opte por adquirirlo, dispone de una amplísima de gama de precios, tamaños y niveles de desgaste. El contenido desaeado también está en su mano. Las opciones respecto a la historia que esté escrita en sus páginas son inabarcables. Sólo depende de sus gustos, aunque si me permite una sugerencia, le aconsejo un punto de infidelidad y decantarse por criterios subjetivos. Déjese embaucar por el diseño de la portada, el olor que desprende la tinta o el comentario estimulante de algún conocido que ya lo haya leído. Si usted se fía de alguien, su criterio literario no puede ser malo y podrá así tejer una red invisible de referencias mutuas muy útiles cuando ya no queda nada que decir. Incluso si al llegar al punto final no experimenta esa satisfacción plena que le habían pronosticado, también eso le avalará para poder discutir sin ningún afán más allá que la porfía inútil. Déjese llevar. Picotee entre títulos improbables, autores ignotos, obras denostadas por la crítica, géneros en los que nunca haya militado. El volumen que se caiga de la estantería cuando esté rebuscando entre los anaqueles también es un buen candidato. Puede atreverse con los clásicos sin renunciar a explorar nuevos territorios. Y viceversa. La oferta es casi infinita y el tiempo, aunque limitado, se estira misteriosamente cuando la lectura se convierte en vicio. No se preocupe si el papel se arruga, si le caen unas gotas de aguas o alguien ha subrayado antes una frase certera. Ese libro es ahora un libro único.