Ingresar en los dominios del yayo Tasio es adentrarse en un abigarrado parque temático de lo aparentemente inútil. Aunque la casa no es ni mucho menos grande, con el tiempo ha desplegado una portentosa habilidad para estirar las estancias donde apilar los objetos más variopintos. En su afán de recopilación no hay síndromes ni locura. Todos los cachivaches reposan almacenados en el mismo espacio donde respira como en una gran empresa de logística, con la única diferencia de que el abuelo es el único gerente de sí mismo capaz de orientarse en ese orden anárquico. Basta con preguntar al domador del caos por una foto concreta, las primeras gafas que le recetó el oftalmólogo, la camisa con que se casó. Tasio penetra en su particular manglar, aparta lianas de polvo y telarañas y extrae como por ensalmo el objeto invocado. Los trastos forman montañas hasta el techo. Han saturado las cómodas, colonizado estanterías, cubierto paredes, conquistado los bajos de la cama, los altillos de los armarios. No hay rincón sin apreturas. En el universo privado del yayo hay de todo. Y no es una manera de hablar. En algún lado que sólo él conoce reposan fotos de la primera comunión. De la suya y del resto de la familia. A su lado, invitaciones de boda escritas con letra gótica (se ruega confirmación) y los recortes de esquelas de quienes conoció alguna vez. Los souvenirs que le trajimos de todas las vacaciones, la trenza de mi hermana cuando decidió llevar el pelo corto, la llave de hierro de la casa del pueblo en ruinas… Alguna vez, cuando temo que esas torres de chismes fatuos nos sepulten, le sugiero que se deshaga de algunos. Y él me pregunta con estupor por qué quiero amputar los recuerdos. Borrar su memoria. Que muera en vida.