La vida de Kenneth Biros resultó imperfecta. En 51 años de existencia nunca destacó por nada que no fueran sus ansias de beber y sus memorables borracheras en lúgubres bares del Estados Unidos más profundo. Fue un individuo disfuncional, alguien entre gris y color ceniza, una pieza sin encaje.
De los muchos errores que cometió, el más grave es el que le llevó a asesinar a Tami Engstrom en 1991. Ese día los dos estaban ebrios y los cuchillos muy afilados. Biros la descuartizó, pero tampoco eso lo hizo bien porque los restos del cadáver que esparció entre Pensilvania y Ohio fueron encontrados rápidamente y le incriminaron sin ningún lugar a dudas.
Desde que ingresó en el penal de Lucasville sabía que le ejecutarían y que, siguiendo el guión de su errática biografía, difícilmente la conmutarían la pena por una cadena perpetua. Su única satisfacción llegó cuando le informaron de que moriría con una inyección de tipentato de sodio. En vez de agonizar durante horas como ha sucedido al resto de los reos condenados a la pena capital o discutir con sus vergudos sobre cuál era la vena por donde debían clavearle la aguja, él tendría por primera vez el privilegio de tener una muerte perfecta gracias a la simplifacación de la dosis letal. Le bastaron diez minutos para desaparecer. Por fin, algo salía bien en la vida de Kenneth Biros. Tan orgulloso estaba de ello que pidió comunicárselo a su presidente, pero los funciarios le informaron de que no podían atender su última voluntad. Obama estaba en ese momento camino de Oslo para recoger el Nobel de la Paz.