Llamo a la puerta del yayo Tasio para hacerle mi visita ritual, pero nadie contesta a la primera. Al cabo de unos minutos y volver a golpear con los nudillos sobre la madera, una voz ajada al otro del dintel pregunta mientras observa por la mirilla: «¿Quién va?». Le informo al abuelo de que soy yo, como siempre este día a estas mismas horas, y entonces accede a descorrer la media docena de cerrojos con que se ha blindado desde que estalló la crisis. Tasio disculpa las precauciones justificando que cada vez que ha abierto distraidamente la puerta se le ha colado un ajuste, alguna reforma, dos o tres recortes, una vaharada de austeridad que han acabado instalándose en los rincones sin que pueda hacer nada por echarlos.
Ubico las palabras de Tasio en ese delirio pesimista y una miaja escéptico que le noto últimamente, pero lo cierto es que lo veo raro. No es él. O, mejor dicho, no es del todo él. Lo percibo incompleto, algo maltrecho, como difuminado. Vuelve a disipar mis dudas explicando que, en efecto, le falta algo: concretamente, el 10%. Lo mismo que deberá pagar ahora por el porrón de píldoras con que sustenta su desgastado cuerpo. Confesar sus miedos le relaja y, como siempre, invita a que me siente para tomar un refrigerio. En vez del habitual café, esta vez me ofrece solemnemente el 90% de una aspirina en la bandejita de alpaca que solo saca para las visitas. El yayo guarda los manjares más exquisitos en un botiquín.