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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Están ustedes invitados

Cartel en un bar

 

 

De mi más tierna infancia tengo grabadas dos imágenes en materia de bares que me parece pertinente traer aquí a colación (hermosa expresión) porque ilustran de modo fetén esta reflexión en voz alta en forma de pregunta: por qué hemos dejado de invitar a amigos, conocidos y hasta desconocidos cuando coincidimos en nuestros bares de guardia. Ambas imágenes ocurrieron en La Granja, el querido café de Sagasta que ejercía para mí de crío como una prolongación del hogar familiar tan cercano. Protagoniza la primera escena el gran Pepe Blanco: cierro los ojos y lo ve entrar saludando como un torero, apoyar luego el pie en el estribo de la barra y (de nuevo como un torero) extender el brazo como cuando se brinda un toro a la concurrencia y proclamar: “Están todos ustedes invitados”. El resto de parroquianos le ríe la gracia, dilucidando si se trata de una broma o si el autor de ‘Cocidito madrileño’ va en serio, rodeándole entre agasajos (“Pero mira que eres rumboso, Pepe”) y pidiendo su propia ronda los más avispados al camarero Santos, por si acaso el señor Blanco de verdad va en serio.

Era una escena que tenía algo de irreal por la magnífica personalidad del protagonista, pero que no era tan extraña antaño. Como no lo era la otra imagen que tengo asociada a la memoria y que ocurrió también en la barra de La Granja: dos clientes llegaron a las manos porque querían invitarse mutuamente. No sé qué me da pero intuyo que hoy esa escena sería imposible. Tal vez porque ahí se entablaba un duelo de honor soterrado (yo tengo más dinero que tú y por eso te invito), pero sobre todo porque la generosidad ha conocido mejores tiempos. Resulta raro eso de ir pagando las rondas de los demás. Tan raro como que te paguen la tuya.

Una reflexión apuntalada por una conversación reciente con Francisco Bergés, jefe de máquinas del Ópera de la calle San Antón. Cuando le preguntaba qué tendencias se había llevado el viento en materia de usos hosteleros, se tomaba un segundo y luego disparaba: no, ya no se estila eso de invitar al persona. “Antes era habitual que entrara en el bar un cliente”, recuerda, “coincidiera con unos conocidos y se hiciera cargo de la factura”. Ojo, no de cualquier factura: Bergés recupera de su memoria escenas donde un generoso parroquiano ardillaba una consumición que se elevaba casi una decena larga de cubatas: si alguien tiene noticia de sucesos semejantes en nuestros días, soy todo oídos.

Porque me malicio que no. Que no hay constancia de prodigios similares a nuestro alrededor. Si hoy resucitara Pepe Blanco y apareciera ante nuestros asombrados ojos pongamos por caso que en el Ibiza a punto de reabrirse, donde antes paraba con su taxi, y pronunciara las palabras mágicas (“Están todos ustedes invitados”), pensaríamos que el hombre sufría alucinaciones. Y nosotros también. Todo lo más, abonamos el cafecito del conocido de la esquina de la barra, allá al fondo, con quien nos hemos saludado cuando ingresábamos en el bar o obsequiamos a alguna damisela con un detalle semejante por un sentido de la caballerosidad que también se bate en retirada, puesto que se trata de un gesto que puede malinterpretarse: como un rescoldo del machismo que sigue acampando entre nosotros o como un testimonio de que uno tiene la billetera más larga que el vecino. Normal que se acabe llegando a las manos: eso no me lo dice usted en la calle.

Confirmo de tertulia con camareros de confianza que esto de invitar pasó hace tiempo a mejor vida. Una costumbre que ha quedado postergada entre nuestros hábitos como clientes a una única función: hacerle la pelota al obsequiado. A mí me sucedió hace unos años: de vermú en el Victoria con alguien cuya identidad no revelaré asistí a una escena tan impagable como aquellas de La Granja. Una escena que hubiera hecho feliz a Rafael Azcona: cómo brotaban tal que hongos parroquianos en cada esquina que se acercaban a invitar a mi acompañante a esto y aquello. Yo iba en el mismo lote y pensé para mí que ni la generosidad es hoy lo que era. Ahora se distingue por ser interesada. Y que tal vez siempre lo ha sido. Aunque yo siempre recordaré a Pepe Blanco como un vestigio de aquel tiempo en que podías tropezar con logroñeses desprendidos de verdad.

P. D. Desde El Soldado de Tudelilla atrona el autorizado vozarrón de Manolo para confirmar lo antedicho: que eso de esta ronda corre de mi cuenta es una frase en vías de extinción. “Los jóvenes ni conocen esa costumbre”, corrobora. “Lo de invitar ya sólo lo practican los mayores”, añade. Y mientras abre la puerta del bar de la calle San Agustín, Manolo confirma lo que cualquier improbable lector: que todo tiempo pasado fue anterior.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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