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Jorge Alacid

Logroño en sus bares

Los bares melancólicos

Retrato del doctor Gachet, obra de Van Gogh

 

Según conocieron una vez mis humildes entendederas, la palabra melancolía (una de mis favoritas en español) nació para designar un mal que aquejaba a los célebres miembros de la Guardia Suiza papal. Quienes sufrían de un abandono espiritual de índole desconocida, al que nadie sabía poner nombre: es curioso que nuestros antepasados sufrieran de melancolía sin saberlo, sin designar con una palabra a ese malestar impreciso y sutil porque no encontraban la voz correspondiente. Un mal que atacaba a los soldados vaticanos por una razón comprensible: fuera de casa, lejos de su Helvetia querida, sentían un qué sé yo o un yo qué sé invisible hasta entonces para la clase médica. Así que los herederos de Galeno recurrieron al griego, dieron con la palabra mágica (melancolía, que se empleaba hasta entonces para definir a la llamada bilis negra) y como la consideraron emparentada con esa clase de tristeza propia de quienes la sufren, con tal palabrita nos quedamos. Hasta ahora. Que durará muchos años. Muchos y melancólicos años.

Porque seguro que alguna vez todos sufriremos de esa enfermedad y seguro que sucumbiremos a sus efectos: es una dolencia que, a diferencia de la juventud, no se cura con la edad. Y que daña a los asiduos a nuestro pasatiempo favorito: ir de bares. Porque hay bares melancólicos para clientes melancólicos, los que piensan (pensamos) que cualquier bar pasado fue mejor. En un libro que comentaba la semana pasada, ‘Comimos y bebimos’, a cuyo autor Ignacio Peyró tuve el gusto de entrevistar hace unos días con ocasión de su visita a Logroño, se entonaba un réquiem por los bares difuntos que en realidad sólo escondía eso: una oleada de nostalgia no tanto por los bares sino por nosotros que los quisimos tanto. Sobre todo, aquellos bares desaparecidos. Que suelen ser los mejores por inofensivos. Su recuerdo, su vacío, no deja de agigantar su figura.

Esa estirpe de bares melancólicos ocupan en mi corazón dos locales que han conocido días mejores. Hago con ellos una salvedad en los propósitos con que nació este blog: no hablar mal de barra alguna. No es mi intención hacerlo tampoco ahora. Pero tengo que reconocer que me sangran los ojos cada vez que cruzo delante de la antigua y querídisima barra de La Granja y no me reconozco en su última reinvención, de nuevo fallida. Y que me dan ganas de llorar pensando en los grandes ratos pasados allí adentro y en la hermosura de cafetería que siempre fue y ahora ha desaparecido. Entono un ay doliente por ella y cruzo los dedos: a ver si su próxima reencarnación acierta y nos devuelve el añorado bar tal y como fue. Sin sombra de la melancólica estampa que ofrece ahora.

Algo parecido me ocurrió el otro día ante la puerta del amado Suizo de Haro. Suizo, como la Guardia Suiza. Y no. No: tampoco lo reconocí. Iba animado, porque me pone de buen humor que reabran cualquier bar y especialmente aquellos que ayudan a configurar el imaginario local de cualquier población. Y porque siento un cariño genuino desde antiguo hacia Haro, con sus inmemoriales piedras y elegantes rincones, su estupenda plaza de la Paz y el resto de coquetas estampas de señalado encanto. Entre ellas, el viejo Suizo. Que ofrecía una decadente sensación en los últimos días de vida, de donde se comprende que acabara cerrando. La alegría de que reabriera sus puertas se ve ahora mitigada por el aspecto que ofrece: el espíritu de aquel Suizo ha volado de Haro. Y derramo en su honor otra melancólica y figurada lágrima.

De donde se deduce que ese fenómeno que comento, la enfermedad que atenazó a los guardias suizos, tiene bastante que ver con el sentimiento de pérdida. Ellos lloraban por su patria perdida. Yo añoro mis bares igualmente perdidos. Arrumbados en el desván de la memoria, y perdón por la cursilada, ya nada será lo mismo sin ellos. Fantasearé con La Granja tal y como la conocí y confiaré en que regrese a mi corazón un siglo de éstos, con el mismo señorial estatus. Y espero que una mano caritativa revise con ojo crítico este nuevo Suizo que ya no reconozco y le devuelva también aquella magia, su condición de icono de Haro. Ante este nuevo, repito lo dicho: prevalece en mí una mirada melancólica. Que tal vez sea sólo mía. Si quienes el otro día lo frecuentaban en buen número se sienten predispuestos a gozar y encuentran el bar tan fetén como antaño, me alegro por ellos. Yo me quedo con el antiguo Suizo y con la añorada La Granja. Y me quedo a solas con mis mejores bares. Los melancólicos.

P. D. Fue un placer compartir mesa, mantel y una estupenda botella de Lan con el caballero Ignacio Peyró, cuya charla en el Aula de Cultura de Diario LA RIOJA-UNIR estuvo a la altura de su recomendable libro, ‘Comimos y bebimos’. Con el fin de animar a potenciales interesados en conocer su opinión al respecto, a eso de comer y beber, publiqué esta entrevista en la web del citado periódico, que comparto ahora aquí por si alguien se despistó. Palabra de un perito en bares y un experto acreditado en vino de Rioja.

Un recorrido por las barras de la capital de La Rioja

Sobre el autor

Jorge Alacid López (Logroño, 1962) es periodista y autor de los blogs 'Logroño en sus bares' y 'Línea de puntos' en la web de Diario LA RIOJA, donde ocupa el cargo de coordinador de Ediciones. Doctor en Periodismo por la UPV.


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