Yo empecé a frecuentar el Iturza en los primeros 80. Fue cuando Laurel ya nos aburría y buscamos por lo tanto nuevas rutas. La calle Mayor se ofrecía como un destino idóneo para explorar todos aquellos bares que se escapaban de lo trillado. Por su cercanía y porque, compartiendo una fisonomía análoga, disponía de su propia personalidad. Una identidad parecida pero distinta. Así que salíamos del Moderno por la puerta de atrás e indagábamos qué nos ofrecía la Mayor en materia de barras. La del Iturza, por ejemplo. Cuyo responsable despachaba la tapa más intrigante que jamás he conocido: un huevo duro. A palo seco, espolvoreada de sal. Todavía algún bar recalcitrante del viejo Logroño mantiene ese hábito, el bocado más austero que pueda imaginar su clientela. Que en el Iturza añadía una broma muy propia de aquel tiempo: el señor Villaluenga, jaleado a veces por sus parroquianos, rompía la cáscara con su frente y servía luego el huevo en un platillo. La broma alcanzaba momentos delirantes cuando alguno de sus clientes más guasón le allegaba sin que se diera cuenta un huevo, sí, pero fresco. Cuya yema, una vez roto, caía por frente y alcanzaba sus carrillos entre risotadas unánimes. Incluyendo al propio damnificado, que aceptaba ese trance con elogiable sentido del humor.
Había otros bares en aquella ronda pero por alguna razón misteriosa, un intangible, el Iturza nos atraía con un nivel de magnetismo superior. Como algún otro, el Cuatro Calles por ejemplo, que disponía de mesitas para el tentempié de los sábados por la noche: ah, sus ricas cazuelitas…. O el cercano Bretón (no confundir con el café de la calle homónima), cuyo dueño solía vestir con chaleco y corbata. La ronda era más breve que la que proponía Laurel, pero dotada de su particular encanto, porque la clientela de todos esos bares se nutría del ala senior de los logroñeses adictos al chiquiteo, a quienes alguna gracia les hizo compartir durante aquel tiempo su pasatiempo favorito con las nuevas generaciones (con perdón). Y también a nosotros nos divertía, la verdad, confraternizar con quienes nos precedieron en las rondas eternas por el Logroño de siempre. Sobre todo, si transcurrían en el Iturza, donde por algún misterioso motivo la diversión estaba garantizaba. Tenía un ambiente especial, ese aire como electrificado.
Un ambiente que su descendencia supo mantener. Hablo de ese intangible antedicho. Aunque con los años regresamos sobre nuestros pasos y mantuvimos la fidelidad a Laurel mientras explorábamos nuevas rutas hacia la San Juan (costumbre que aún se mantiene), procurábamos dar una vuelta de vez en cuando por la Mayor. La frecuencia de este hábito se fue distanciando, entre otras razones porque la propia calle protagonizó una transformación harto conocida: abrieron nuevos bares que colonizaron la oferta hostelera pero en versión nocturna, una invitación al desparrame que me pilló ya mayor (o cansado) para atenderlos como merecían. Los antiguos bares, los del chiquiteo, murieron. Con una salvedad: el Iturza. Que resistió como pudo, bajo nueva dirección. Pero resistió. Con sobresaliente garbo. Esperó nuevos tiempos, observó cómo caían a su alrededor muchos de los bares nacidos al amor de las copas de madrugada, sobrevivió a todas las crisis… Con sus propios contratiempos, por supuesto, inherentes a un sector empresarial convulso como pocos. Que depende además de un factor incontrolable: los gustos. Los gustos de su potencial clientela.
Porque el gusto humano es inclasificable. Así como puede más o menos trazarse con alguna seguridad el itinerario de éxito o fracaso que acompañará a algunos bares en cuanto los inauguran, lo habitual es que ocurra lo contrario: que su suerte esté siempre por escribirse. Y que sea una trayectoria oscilante, con sus picos y sus valles. De repente, un bar se pone de moda por la misma razón por la que luego deja de estarlo. Con sus responsables preguntándose, en época de vacas flacas, qué hizo para merecerlo. Hay otros, sin embargo, como el Iturza donde las tendencias vienen y mar como las olas de la mar océana, porque su atributo principal se esconde en su intransferible identidad. Esa personalidad tan cañí que explica su éxito más reciente. Jóvenes promociones detectaron en el Iturza la antítesis del bar uniformizado que nos ha legado la globalización y lo entronizaron como su reino particular, a mayor gloria de los botellines (sobre todo, cuando se podían consumir en su puerta), de las rabas y de las gambas a la gabardina. Y del gran estilo que distingue a su ideológo, don Jesús.
A quien visité en esta época de renacimiento del Iturza y hasta le dediqué alguna entrada en exclusiva, como esa página de periódico destinada a glosar sus proezas que nuestro hombre tuvo el detalle de colocar en esa pared desde donde saludaba a los parroquianos. Como un dazibao logroñés. Recuerdo entrevistar a Jesús mientras se preparaba una infusión de estimulante aroma, lamentándose de cómo las ordenanzas municipales conspiraban contra su manera de entender el negocio que heredó de su tío. Avanzaba la conversación y la barra se iba decorando con figuritas de papel que el amigo Jesús elaboraba con primor e ingenio, un auténtico manitas. Un artista. Un artista también para Logroño en sus bares. Ahora, por enésima vez, anuncia que cierra. Como parece que en esta ocasión va en serio, yo ya lo empiezo a añorar. Y derramo una lágrima por el fin de los buenos tiempos, la tapa de huevo duro y el Logroño de toda la vida.
P. D. Como si fueran convocados al amor de ‘Mira siempre el lado bueno de las cosas’, el himno más oportuno para cada funeral, los incondicionales del Iturza se congregaron este jueves en la calle Mayor para despedir como merece al culpable de tantos buenos ratos. Jesús Villaluenga, que el lunes dejó de abrir la persiana que llevaba funcionando bajo su dirección desde 1989. Treinta años después, el Iturza deja un vacío entre las calles del Logroño de siempre semejante al que anida en el corazón de sus fans. Que fueron quienes se movilizaron para obligarle a esta despedida por la puerta grande. Y que tal vez entonaron como homenaje para sus adentros la inmortal tonada de los Monty Phyton: “Bien pensado, la vida es una mierdecilla/es una carcajada/y la muerte, una broma”.